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“La otra torre, Ricardo. La otra torre. ¡Ha impactado en la otra torre y en una zona más baja aún!” Eran poco más de las tres de la tarde, de un martes 11 de septiembre de 2001. Acababa de subir a mi despacho en Bruselas para iniciar, como era habitual, mi trabajo en el Parlamento durante la jornada de tarde. Las imágenes eran sobrecogedoras.
El 11 de septiembre de hace dos décadas una desafiante punzada abrió paso al siglo veintiuno. Entre la estupefacción y la incredulidad, los husos horarios se detuvieron en el instante en que la ponzoña de la irracionalidad humana hirió de muerte a una de las dos columnas llenas de vida del Bajo Manhattan, fatídicamente colapsadas.
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