Paseo entre viñedos en los que puntillea su tesoro púrpura.
Una oscura garza vuela tan bajo que sus alas casi rozan mi frente.
Se respira la tranquilidad de la espera, la soledad previa a la intensidad de la vendimia que en pocas semanas llenará de rojo júbilo las bodegas.
El aire no es tan cálido como debiera en una mañana de agosto y sólo una vanguardia del ejército de cigarras entona su canto tímidamente.
Se van agrupando comités de nubes grisáceas, quizá decidan convertirse en fina sábana de vida o, tal vez, en borrascosa furia implacable; sólo ellas lo saben, el caso es que el cielo volverá a abrirse para empaparlo todo de fresca sabiduría.
Recorro las hileras de retorcidos sarmientos y noto los terrones penetrando en mis ligeras alpargatas de turista. La tierra quiere poseerme y que forme parte indisoluble de ella. Me descalzo y camino con los pies lacerándose con la ruda caricia de guijarros y espinos. La caricia de vida que me une a la naturaleza a la que pertenezco.
Gruesos goterones golpean mi cabeza, mis hombros, mis pasos. El sombrero gris está regalando su jugo y la tierra cuarteada absorbe la lisonja con ávida sed. Pronto el sendero estará embarrado y mis pisadas dejarán la honda señal de mi paso.
Mi ropa chorrea empapada y libre. Camino sin prisa, con el colosal edificio de la masía que hace las veces de hotel cada vez más cerca. Bajo la densa cortina de lluvia y la bruma ésta adquiere un aspecto siniestro y con reminiscencias de novela gótica. Un grupo de personas, huéspedes urbanitas y snobs, me observan mientras me aproximo. No pueden ni imaginar la libertad que empapa mi alma bajo esta lluvia en soledad.
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