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Una niña de la guerra y de la luz

Magia y lecturas a través de casi un siglo
Luis del Palacio
sábado, 1 de septiembre de 2018, 09:51 h (CET)

No es frecuente que el que firma esta columna se refiera a asuntos personales. Cada cual tiene su propia historia y me suelen resultar cargantes los que escriben artículos para dar botafumeiro a su ego, sin darse cuenta de que acaso muchos de los lectores a los que atosigan tendrían quizá cosas mucho más interesantes que contar que las suyas, y que lo que les falta es la caja de resonancia de un medio, de un periódico o revista donde contarlas. Hoy, sin embargo, voy a hacer una excepción porque quiero referirme a la persona que me dio a ver este mundo… cruel y fascinante.


Dicen que el primer colapso en la vida adulta es la muerte de los padres, y muy especialmente la de la madre. Yo, que la he sufrido recientemente, puedo decir que me ha sumido en una dulce melancolía que me ha hecho todavía más consciente de que “el próximo seré yo”


Mi madre fue una niña de la guerra; de nuestra triste Guerra Civil, esa que todavía está tan presente, aunque hayan transcurrido casi ochenta años desde su final. Y ello será acaso porque las heridas de una guerra las heredan las generaciones siguientes; no cicatrizan así como así; tarda mucho en extinguirse el dolor y convertirse en Historia o tal vez olvido lo que nuestros padres, nuestros abuelos, un viejo profesor o un pariente lejano nos contaron como experiencia vivida.


Como en aquella película basada en un admirable texto de Fernando Fernán-Gómez, Las bicicletas son para el verano, a mi madre le sorprendió el comienzo de la Guerra Civil, julio de 1936, en Oviedo, donde pasaba las vacaciones de verano con un matrimonio, sus tíos Manuela y Ramón. Tenía ocho años y era una niña alta para su edad (aunque de mayor no lo sería) con unos ojos ámbar verdoso, pelo castaño con tonalidades rojizas y una cara despierta y guapa. Sin embargo, lo que más destacaba en ella era su imaginación; una imaginación que hasta ese momento no había creado fantasmas oscuros, sino duendes, seres de luz, hadas con los que jugaba en el Campo de San Francisco cuando salía por las tardes de paseo con dos jóvenes doncellas -María “la rubia”, María “la morena”- a las que mi madre recordaría con gran cariño el resto de su vida.


Su padre –mi abuelo- había encargado a su primo Ramón que practicara con ella la lectura, ya que la niña solía confundir ciertas letras y sílabas; padecía de forma ligera eso que hoy llamamos dislexia. Y con paciencia franciscana, él que no tenía hijos, animó a aquella niña a que se sentara y le leyera un cuento o una historia. Por las mañanas, si el cielo ovetense lo permitía, sacaban a la terraza de Cabo Noval un libro de cuentos de los hermanos Grimm y comenzaba la sesión. Estoy seguro de que su imaginación se dispararía aún más con la lectura de aquellas historias mágicas… y algo menos con la sobriedad de El Conde Lucanor –escrito por el infante Juan Manuel, un lejano antepasado nuestro- que era lectura recomendada por la inolvidable tía Manuela, no sólo por razones familiares, sino por el hecho de contener enseñanzas “muy provechosas para una niña”. Es curioso que mi madre me regalara de niño aquellos dos libros. Los cuentos de Grimm me encantaron desde el primer momento (El Conde Lucanor sólo llegué a apreciarlo de adulto) Supongo que aquellos dos regalos me los hizo como homenaje al tío que tanto quiso y que moriría alcanzado por un obús, junto al santuario de Santa María del Naranco, en octubre de aquel fatídico año. Esa muerte inaugural, tan trágica y absurda, introdujo el primer fantasma oscuro en la mente de aquella alegre y traviesa niña. Lo mismo que les ocurrió a muchos miles de niños y niñas que padecieron aquella guerra; aquella y otras. En todas las guerras.


Huir del cerco de Oviedo se convirtió en necesidad para una familia golpeada ya por la tragedia. El arresto llevado a cabo por los sublevados del Rector de la Universidad, Leopoldo Alas, hijo del escritor, cuyo único delito consistía en ser republicano y convencido liberal, fue un punto de inflexión en unas circunstancias que ya eran en ese momento extremas. Y fue aprovechado por las fuerzas radicales de izquierda para lanzar una amenaza que se convirtió en una suerte de grito de guerra: “Si matan a Leopoldo Alas, quemamos Oviedo”. Los primeros perpetraron el crimen de fusilar al Rector; mas no había tiempo para comprobar si los otros irían a cumplir su amenaza. Aprovechando una noche sin luna, aquella familia, compuesta por la viuda y varios parientes cercanos, además de mi madre, huyó hacia Galicia con poco más que lo puesto; acompañada por un paisano que les sirvió de guía por los tortuosos senderos del monte, más cuatro mulas que portaban sus magros enseres, cuyas pezuñas habían sido recubiertas con trapos para evitar que sus pisadas pudieran alertar a los milicianos, lo que habría supuesto una muerte casi segura.


La guerra, apenas comenzada, acarrearía a muchos niños y niñas un dolor que yacería agazapado a lo largo de su vida adulta, como dispuesto a manifestarse cada vez que la memoria les llevara a aquel verano en el que incomprensiblemente prendieron fuego a sus juegos, a sus sueños, a su inocencia.


En La Coruña pasaría mi madre casi tres años, alejada de sus padres y hermanos que permanecían en Madrid. Casi siempre rodeada de adultos de cara triste y preocupada, su imaginación, unida a una incipiente afición a la lectura, la acompañaría durante todo ese largo paréntesis. Daba largos paseos por la playa de Riazor, acompañada siempre por “las dos Marías”. A veces, cuando hacía buen tiempo, acudían al Pazo de Mondego invitados por una amiga, Gertrudis Barrié de la Maza, a la que décadas más tarde, siendo ella ya muy anciana tuve el placer de conocer precisamente en aquel pazo. La entrañable señora recordaba todavía a la niña traviesa de bucles caoba que trataba de encaramarse a los árboles y hablaba con los pájaros del jardín. Después vendrían Bécquer y Rubén Darío; pero eso sería años más tarde, en los duros inviernos del Madrid de la posguerra, cuando su mayor ansia era que llegara el verano para jugar con sus primos en el robledal o por los pinares de Las Navas del Marqués. Otro verano; otros veranos que fueron distanciando el recuerdo del de 1936, aunque ese distanciamiento no mermara lo más mínimo la intensidad de la emoción al evocar a Ramón Juncosa Dalac, su tío, el que para siempre la instaló en el mundo mágico de los libros, lugar en el que habitó durante las siguientes ocho décadas de su vida y por cuyos senderos y praderas paseó hasta el final.


¿El final? No sé. Acaso el final de esto que conocemos. De lo demás…


Pocas semanas antes de morir, mi madre me confesaba lo importante que habían sido para ella los libros y con lágrimas en sus bellos ojos felinos, que aún conservaban el brillo de la niña traviesa que fue, desgranaba recuerdos cariñosos de quien había sido su mentor, su guía, una especie de demiurgo que la había orientado en sus primeros pasos por el mundo de la lectura. En su amplia biblioteca, que hoy disfruto, hay títulos, autores, géneros de todo tipo: Somerset Maughan, Lajos Zilahy, Toslstoi, Dostoyevsky, Blasco Ibáñez, las obras de Freud, Unamuno, Cela, Borges, Pedro Salinas, Quevedo, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Delibes, Gabriela Mistral, Daphne du Maurier, Saramago…Y autores actuales, sobre todo escritoras españolas, por las que sentía especial curiosidad, aunque no siempre le convencían: las novelas de nuestra pariente Nativel, las de Rosa Montero, Reyes Monforte, Almudena de Arteaga… Su independencia, su inteligencia, la llevaron siempre a manifestar un cierto feminismo no abanderado, no combativo, pero sí muy consciente de que el exceso de testosterona suele llevar a los pueblos a situaciones que “con una buena dosis de bromuro” (son sus palabras) quizá se hubieran evitado. “Las mujeres no vamos a la guerra; comemos chocolate”


Hace apenas dos años realizó los que serían sus últimos descubrimientos literarios: los dos libros hasta entonces inéditos de Madín Rodríguez Viñes, La Convulsión (novela finalista del Planeta en los años 70) y La Fuente de las Aguas (singular poemario de juventud al que tuve el placer de poner prólogo) Con Madín, personaje digno en sí mismo de una novela, mantuvo una breve pero entrañable amistad desde el día en que se conocieron, que fue el de la presentación de la novela en la Librería Le de Madrid, hace dos años.


Y como el círculo tiende siempre a cerrarse, la novela de José Antonio Fideu, Los últimos años de la magia, Premio Minotauro 2016, le resultó tan fascinante que quiso leerla una segunda vez. Cuando entrevisté a José Antonio no pude dejar de decirle lo mucho que mi madre había disfrutado con su libro, cosa que a él le emocionó. Y hace apenas dos meses, al darme sus condolencias, me aseguró que había sido un honor que una persona tan mayor y tan lectora hubiera apreciado de aquella manera su obra y que con frecuencia pensaba en ello. Me dijo: “Ha sido uno de los grandes orgullos que me ha proporcionado el libro. La he tenido presente muchas veces… Siempre que use la palabra “magia” la recordaré. Ya ves, a una mujer a la que ni si quiera conocí en persona. Eso es magia, desde luego”


Este mes de agosto que acaba de terminar, cayó en mis manos uno de los libros que mi madre conservaba en su biblioteca: GOG, de Giovanni Papini. Llevaba una firma “Consuelo” y una fecha, “verano de 1964”. Comencé a leerlo en la playa de Loredo, frente a mi muy querida bahía de Santander. Las páginas se desprendían como hojas de un árbol viejo, pero tuve cuidado de que el viento no las esparciera por la arena. El encabezamiento del libro me hizo sentir un escalofrío: “Satán será liberado de su cárcel y saldrá para reducir a las naciones, GOG y MAGOG…” (Apocalipsis XX, 7) Papini, ateo convencido que se convirtió al catolicismo en su madurez y acabó ingresando en un convento franciscano, publicó esta fascinante colección de relatos filosóficos en 1931. En su prólogo escribe: “Muchísimos, en nuestro tiempo, se parecen en realidad a Gog. Pero Gog es a mi juicio, un ejemplo particularmente instructivo y revelador, por dos razones. Primera, porque su riqueza le ha permitido realizar muchas extravagancias, idiotas o criminales, que sus semejantes deben contentarse con imaginar en sueños. Segunda, porque su sinceridad de primitivo le lleva a confesar sin rubor sus caprichos más repulsivos; es decir, aquello que los otros esconden y no se atreven a decir ni de sí mismos”


Las olas nunca monótonas, siempre distintas, me devolvieron la imagen de aquella niña de la guerra, víctima como otras muchas, de los caprichos de Gog. Pero la paz había vuelto a su cara. Su biografía se anegaba al fin en el círculo mágico.

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