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Jueces, fiscales y policías incorruptibles

“Necesitamos una nación donde la corrupción no sea una forma consentida de gobernar” Javier Díez-Canseco. Sociólogo y escritor peruano
César Valdeolmillos
lunes, 1 de octubre de 2018, 08:31 h (CET)

Pánico producen las continuas revelaciones que de algunos individuos e individuas nos hacen llegar los escasos medios de comunicación libres aún existentes.


Estupor causan las andanzas publicadas de algún magistrado condenado y expulsado de la carrera judicial, por el peor de los delitos que un juez puede cometer: prevaricar; algún policía de muy alto rango en prisión —supongo que no será por será por ser un ejemplar cumplidor de la Ley— y alguna fiscala en ejercicio que mira hacia otro lado al comprobar como personas que por su cargo están obligadas a cumplir y hacer cumplir la Ley, cometen las acciones más viles e indeseables que uno se pueda imaginar, cuando su misión es la de averiguar y delatar operaciones ajenas que vulneren la legalidad vigente y representar y ejercer el ministerio público en los tribunales.


Miedo produce el saber que estas personas, cuya única misión es defender a la sociedad persiguiendo el delito y librarla de delincuentes, mantienen una relación más allá de lo que les obliga su actividad profesional y en base a la cual forman una tela de araña que les otorga un poder extraordinario en favor o en contra de sus ocultos intereses.


Sin embargo y contra de lo que se pudiera pensar, el hecho de compartir las mismas ambiciones, no les hace ser amigos inseparables que vivan bajo el lema como los tres mosqueteros: «Todos para uno y uno para todos». Por el contrario, como su naturaleza es como la del escorpión, lo único que les hace mantener esta relación es la obtención de poder contra terceros, o contra ellos mismos. De este modo, al estar todos en posesión de información comprometedora entre ellos mismos, están seguros de que no se traicionarán entre sí.


La corrupción está tan presente en la actividad diaria, que de continuo se enriquece con nuevas noticias de la realidad, de tal modo que responde uno por uno, a los interrogantes éticos, políticos y prácticos de cada uno de los ciudadanos ajenos a la misma.


En un sistema democrático, ejercer la presión popular sobre el gobierno es posible porque la corrupción, antes o después, llega a ser de conocimiento público: los medios de comunicación son libres de denunciarla u ocultarla según su afinidad ideológica con quien la comete; la oposición política—según sean sus intereses electorales, puede denunciar al gobierno. En cualquier caso, la democracia es un campo abonado para que los hechos delictivos de los políticos lleguen a conocimiento de todos los ciudadanos.


Pero ¿hemos de contentarnos con llegar a conocer las tropelías que cometen quienes ostentan el poder?


Lejos de contentarnos, lo que vamos a pillar es un cabreo monumental y generalizado.


Que los abusos y arbitrariedades que cometen los bajitos se conozcan, se denuncien y se debatan, por supuesto que es un hecho positivo. Pero como quien la hace ha de pagarla, los casos de corrupción, tanto en la arena de la política como en las salas de los tribunales, han de resolverse. Lo contrario, indefectiblemente genera un desaliento colectivo.


Y digo esto, porque las denuncias contra el poder establecido, automáticamente se intentan acallar por medio de la negación de los hechos, la falsificación de pruebas, el y tú más, acusando a los denunciantes de desarrollar campañas de acoso y derribo contra el gobierno e incluso amenazando y tratando de amordazar al mensajero, que normalmente suelen ser los medios de comunicación, sin los cuales una democracia no sería posible. Es decir: volver a los mismos usos de los regímenes totalitarios y dictatoriales, como ya se ha insinuado recientemente.


Resulta abochornante contemplar el apoyo popular y por parte de afines ideológicos a líderes sediciosos o delincuentes de toda índole—incluidos los terroristas—condenados en firme por un tribunal de justicia.


¿Es conveniente o no que la sociedad conozca los desmanes cometidos por aquellos que detentan el poder?


Pues si ese conocimiento sirve para castigar y ver como se paga el hecho de haber cometido esos desafueros, es mejor. Pero si al tiempo que la sociedad los conoce, comprueba cómo quedan impunes, ello hace que esta se indigne y da lugar al nacimiento de estados de ánimo muy peligrosos.


La democracia y la corrupción son incompatibles. Por algo decía Montesquieu que, en tanto el principio que preserva al despotismo es el temor que inspira el déspota en los ciudadanos hasta convertirlos en súbditos, el principio que preserva a las democracias es la virtud cívica de los funcionarios y los ciudadanos. La democracia en suma, aspira a algo más elevado: que los ciudadanos, a quienes nadie somete, se auto controlen. Su problema es, a partir de ahí, vivir a la altura de lo que aspira.


Como consecuencia de haberse practicado la corrupción en España durante los últimos cuarenta años a todos los niveles, los españoles hemos perdido la confianza, no ya solo en la clase política, sino lo que es mucho más grave: en las instituciones del Estado, a excepción de la Corona.


El desencanto de los españoles es tan profundo, la falta de una auténtica voluntad de erradicar este cáncer es tan generalizada en la mayoría de los partidos, la falsedad de su discurso es tan descarada y profunda, la mentira y el cinismo ha tomado tal carta de naturaleza por parte de los políticos bajitos, la traición al sincero espíritu de la transición ha sido tan profunda, que ello ha dado lugar a la aparición de los populismos, y no me extrañaría, que aplicando la ley del péndulo, como reacción, se produjera como resultado la consecuente aparición de una extrema derecha, factores tan peligrosos ambos, que como resultante dieran lugar a la fractura de la sociedad y la confrontación social, realidad que se ha hecho ya presente en toda Cataluña y que podría extenderse al resto del país.


Esta España que hoy contempla con indignación y vergüenza la corrupción en la que está inmersa, siente la necesidad imperiosa de encontrar en sí misma la energía capaz de superar el estado de postración en que se encuentra. Si se acobarda uno ante los aspectos adversos de la realidad que nos circunda, lo que queda es la vergüenza. Si se asumen, nosotros mismos abriremos las puertas del optimismo.


Los españoles somos protagonistas de nuestro propio futuro a través de nuestros votos, nuestra voz y nuestras acciones impregnadas de una sana indignación necesariamente creativa, para que volvamos a tener un Estado digno y honesto, orgullo de todos y heredero de la gran nación que siempre fuimos.

Para ello, hemos de perder el temor a que nos etiqueten de tal o cual manera y tener el legítimo arrojo de proclamar lo que pensamos.


Recordemos las palabras y tomemos ejemplo de Mahatma Gandhi, aquel gran hombre que recuperó la dignidad de su pueblo y le devolvió su libertad.

  • “Mucha gente, especialmente la ignorante, desea castigarte por decir la verdad, por ser correcto, por ser tú. Nunca te disculpes por ser correcto, o por estar años por delante de tu tiempo.

Si estás en lo cierto y lo sabes, que hable tu razón. Incluso si eres una minoría de uno solo, la verdad sigue siendo la verdad”

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