Este año, los cuerpos abren la programación de Sitges en sudores y dolores que rasgan sus contornos bajo el trance del baile. La danza como ritual de paso hacia nuevas realidades fantasmagóricas. Lo hacen los cuerpos entrenados y polimorfos de las bailarinas de Suspiria, la nueva película de Luca Guadagnino tras Call me by your name y los del musical lisérgico de Clímax, el último Gaspar Noé, de quien reseñamos Love en 2015 en este diario. Dos maneras divergentes de filmar el cuerpo y de buscar en él esencias terroríficas que revelen la frágil línea en la que habita nuestra carne entre lo bello y lo siniestro. Perfumes del horror muy apreciados por estos lares, pero que no han conseguido embriagarnos con la libertad de lo salvaje ni con el trance del desenfreno.
Clímax recorre cuerpos y escenarios en una fiesta de un grupo de bailarines que encuentra su reverso tenebroso cuando sus integrantes beben una sangría regada con LSD, aflorando de cada uno los peores instintos y delirios. La cámara absorbe la energía desbordante del baile del grupo de jóvenes con un plano secuencia inicial que capta el poder del movimiento y sintoniza al espectador con el pulso de la historia. Noé es un experto en coreografiar la puesta en escena en espacios de iluminaciones cambiantes, como demuestra en la segunda parte de la historia, cuando todo se tuerce, dando literalmente la vuelta a la imagen en varias ocasiones, ofreciéndonos visiones intermitentes en rojo y verde del inframundo en clave de rave demoníaca. Es un cine de la sensación y de la carne, ¿pero de fuera o de dentro de la carne? ¿Cuánto tiene Clímax de imagen que resbala por el sudor de las pieles más que de imagen que palpita desde el hedor de los poros? En Love como en Irreversible, Gaspar Noé siempre ha cimbreado entre la extenuación reveladora de los sentidos y el efectismo fácil del atropello perceptivo, consiguiendo incluso ambas impresiones en una misma película. Clímax parece una prolongación de estilo sin novedades, hecha y mejorada previamente, salpicada por unos aforismos que entorpecen el buscar algo más allá del brillo de las formas y lastrada por algunos momentos pobres en ciertas interpretaciones. Lo mejor, ver cómo se mueven los bailarines, algunos diálogos y repensar el cine de Gaspar Noé como un baile del cuerpo del operador de cámara en el espacio, buscando cuadros nerviosos y des/equilibrio de pesos en la imagen, volviéndose ingrávido y terriblemente pesado, captando, en medio de la pulsión de estupefacción que guía sus pasos, desgarrones verdaderos en las escenas como píldoras de un trance que no logra estallar en ácido fílmico.
Algo en la (desencajada) unidad entre imagen, evocación y narrativa es también lo que trunca el viaje hacia una espiritualidad enajenada, de vocación liberadora, enraizada en los cuerpos femeninos que propone Suspiria, homenaje libre de Guadagnino al film homónimo de Darío Argento de 1977. Recupera para la empresa a Tilda Swinton y Dakota Johnson, con quien trabajó en el vibrante drama Cegados por el sol, y se sale de su zona de confort para urdir una historia de género ambientada en el Berlín del muro de los setenta en la que una bailarina americana llega a una escuela de danza capitaneada por diversas "madres", como son llamadas, que esconde en el vientre de sus paredes el turbador poder de la brujería y lo macilento de la carne castigada por la desobediencia. Guadagnino, a diferencia de Noé, filma el baile al ritmo de la respiración y lo convierte, por momentos, en un vudú de danza contemporánea, en donde un cuerpo es capaz de asesinar a otro con el lenguaje de su movimiento. Cuerpo que corta el aire como cuchilla, igual que el montaje corta el plano y crea el ritmo por yuxtaposición de imágenes. La precisión en el corte del movimiento no tiene su eco en la disección de los personajes, prometedores al principio, llenos de interrogantes a medida que avanza el metraje, generadores de indiferencia cuando acontece el final. Ni tampoco en el juego de metáforas entre la situación política de la Alemania de la época —de la violencia en las calles—, con la brutalidad de puertas para adentro de la institución. ¿En qué medida los rituales atávicos de transfiguración y aquelarre condensan, revelan o dialogan con los altercados de la ciudad en fuera de campo? ¿Cómo, esa culpa y esa vergüenza que emergen explícitamente en el diálogo entre el personaje de Dakota Johnson y el viejo profesor —tras la máscara del cual parece esconderse la misma Tilda Swinton—, toman forma en la trama principal para establecer una idea que dote de significado la sucesión de escenas inquietantes en algo más que una salpicadura de misterios delicadamente filmados? La tensión entre un cine más atmosférico, más cercano al thriller y al drama de personajes y otro más delirante en clave de horror vetusto emerge en la escena del aquelarre, cuando en plena distorsión de color y movimiento, Guadagnino introduce una música melódica que, buscando el contraste, desarticula todo poder genuino de perturbación. Película densa, que no ejecuta ese hechizo colectivo de los cuerpos y las mentes de los espectadores como podría, pero que sacude, mueve, agita el inconsciente y deja un poso acre de imágenes que interrogan.
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