“Cualquier tiempo pasado fue mejor”, sostienen los nostálgicos. Mi abuelo, labrador y ganadero después de haber sido niño yuntero, te soltará un: “No digas tonterías. Antes no era vida; ahora, como vivís ahora, sí es vida. Descansáis, tenéis vacaciones, no tenéis trabajos que os rompan los huesos como a mí…”. Cierto. No obstante, a nivel cultural, quizás cualquier tiempo pasado fue mejor. Como advierte Houellebecq en su nueva novela, “Serotonina”, a través de su protagonista, Florent-Claude Labrouste, “la felicidad es una entelequia en el siglo XXI”, algo así como una meta inalcanzable.
La depresión avanza en nuestra sociedad. Varios estudios alertan de que, en unos años, esta enfermedad mental puede convertirse en una pandemia. El año que viene, según la OMS, la depresión será la segunda causa de discapacidad a nivel mundial. Empero, en España ya hemos superado estos cálculos: es la primera causa de discapacidad laboral. Asimismo, hay que mencionar también que el 15% de personas que sufren depresiones graves deciden suicidarse para terminar con esta enfermedad.
¿Qué sucede? ¿Por qué la depresión amaga con ser una pandemia? ¿Por qué tanta gente sufre una tristeza existencial en un mundo repleto de comodidades y de bienestar? ¿Por qué el número va a al alza? ¿Por qué? Es posible que haya razones médicas, y en ese aspecto prefiero sentarme y escuchar a los psiquiatras y psicólogos. Sin embargo, de lo que estoy seguro es de que la génesis de esta enfermedad mental nace de algo que aparenta ser inofensivo pero no lo es en absoluto: el cambio del paradigma cultural.
El liberalismo venció a nivel político, económico y social. Y, como si de un efecto dominó se tratase, anegó el campo de la cultura. Los valores liberales se basan en el esfuerzo propio y en la ambición de medrar; en definitiva, en la individualidad. Como consecuencia de sustituir a la colectividad —la polis griega, la ecclesia cristiana o la clase social marxista, por ejemplo— por uno mismo, se asesina al amor; y queda una persona sin brújula y perdida entre la multitud.
El amor es una decisión; es construir una relación. Y este lento proceso de construcción colisiona con la rapidez a la que estamos acostumbrados. Queremos sentir ya al príncipe azul o que las empresas y luchas que emprendemos se cumplan; no tenemos cultura de tesón, solidaridad y combate. Así pues, es más propio de nuestros tiempos la inmediata, sola y sórdida masturbación que la grandeza que entraña el acto carnal desde un amor sincero, respetuoso y concienzudo.
Los modernos valores liberales abortan esta decisión de amar y la paciencia que debe precederla, y hacen pender del utilitarismo la relación con la otredad. Estos modernos valores en los que naufragamos todos, porque somos hijos de nuestro tiempo y esclavos de nuestra cultura, han sustituido el compromiso eterno con una persona o con una comunidad por la decisión de estar solo. Es decir, se han sustituido el amor y la lealtad por el Prozac y el Captorix.
Vivimos en una selva, en una barbarie, en la que la empatía dura un instante. ¿Cómo vamos a empatizar si hemos olvidado el valor trascendental que albergamos cada uno de nosotros? Al fin y al cabo, los valores liberales han sobresalido tanto, que hemos empezado a utilizarnos a nosotros mismos. Nos hemos dividido; nos hemos fracturado, y todo para combatir la soledad y desafiar al amor. Nos hemos destruido. Separamos nuestro cuerpo de nuestra alma para follar sin sentimientos, separamos nuestro “yo profesional” de nuestro “yo normal” para evadirnos de los agobios de la jornada laboral, separamos nuestro pasado de nuestro futuro para no curar las heridas que salpican nuestras biografías… Estos valores individualistas, del culto al yo, sinónimos de la egolatría, han corrompido las profundidades de nuestros corazones. Estamos en la barbarie; y todo porque hemos vaciado la palabra “amor” y no somos capaces de volver a insuflarla vida.
|