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Etiquetas | Educación | Discapacidad | Escuela Pública

​¿Centros de educación especial si, centro de educación especial no?

El respeto a la diferencia como norma de convivencia humana universal
Redacción
jueves, 28 de marzo de 2019, 16:34 h (CET)

Sin ánimo de generar ninguna polémica con otras familias ni con otros docentes no podemos comprender cómo es posible que todavía se siga dudando de que el lugar para la educación de todas las niñas y todos los niños sea la escuela pública. Estamos convenidos, de acuerdo a nuestra experiencia como docentes, que la escuela pública es la institución por excelencia donde todas las personas deben educarse y es responsabilidad del sistema educativo garantizar la educación plena de todo el alumnado. Este derecho a una educación de calidad exige a los responsables de la administración educativa, a las investigadoras e investigadores y al profesorado, en general, la obligación de garantizar la oportunidad de cubrir todas las necesidades básicas de aprendizaje, de propiciar equidad y calidad, y esto


solo se consigue cuando conviven todas las niñas y niños juntos, independientemente de la etnia, el género, la religión, orientación sexual, procedencia cultural, hándicaps, etc.

Ha habido tres maneras de dar respuesta a este derecho: Una, el modelo en el que el docente se plantea qué le pasa a esta niña o a este niño que no aprende lo que deseamos que aprenda. Es el modelo más tradicional y deficitario, el de la educación especial, que se centra en subrayar que hay niñas y niños que aprenden y otros que no aprenden por lo que se necesitan procesos de enseñanza y aprendizaje diferentes, en centros o aulas especializadas y con profesionales especialistas. Un segundo modelo, el de la integración, es aquel cuyos docentes se plantean si los contenidos seleccionados se ajustarán a estas niñas y niños o tendremos que adaptarlos. Este modelo hace del currículum su centro de actuación y reflexión adaptándolo a las peculiaridades de los sujetos (adaptaciones curriculares). Ambos modelos están centrados en los sujetos como causa fundamental del aprendizaje. Pero hay otro modelo que se pregunta qué tipo de cambios en el espacio y el tiempo escolar, en la organización del aula, en la construcción del currículum, la formación del profesorado, el papel del alumnado, en los recursos necesarios o en la evaluación, debemos hacer para que todas las niñas y niños sean respetados en sus peculiaridades, convivan y aprendan. Es el de la inclusión. No se centra en que cambien los sujetos y sus familias, sino en cambiar los sistemas. En nuestro caso, la escuela pública y su profesorado han de cambiar, de buscar y encontrar, las estrategias adecuadas para dar respuesta a la diversidad de niñas y niños.

No entendemos, por tanto, la situación problemática que se está generando en nuestro país desde que la ministra de educación anunciase que en un período de 10 años los Centros de Educación Especial se han de reconvertir en centros de recursos. Es algo que se debió hacer desde 1990, cuando la UNESCO aconsejaba una escuela para todos y no se hizo y luego se ratificó en Salamanca, 1994. Y no son solo razones legales las que justifican ese derecho, sino que viene apoyado por las investigaciones llevadas a cabo en los últimos 40 años (AISCOW,2008; NUSSBAUM, 2006; YOUNG, 2012; SAPON-SHEVIN, 2013; LÓPEZ MELERO, 2004, 2018; SLEE, OVEJERO, CORTINA, 2017) Puede que sea cierto que en España se hayan cometido abusos en la aplicación de las leyes y normativas educativas (LOGSE, LOCE, LOE, LOMCE) al responder a la diversidad del alumnado con programas específicos y diagnósticos centrados en los sujetos y en sus familias (integración) y no en cambios estructurales en las instituciones educativas (inclusión), cuando en una democracia consolidada no hay que establecer programas específicos sino erradicar la exclusión. Por eso, se necesita una sociedad donde la diferencia sea considerada un mecanismo de construcción de nuestra autonomía y de nuestras libertades y no una excusa para profundizar en las desigualdades políticas, económicas, culturales y sociales (BARTON, 2008). La educación inclusiva no tiene nada que ver con la educación especial, ni con los programas de compensatoria, ni con las adaptaciones curriculares, ni con el profesorado 'sombra', sino con el hecho de construir una nueva escuela pública que dé respuesta a todas las niñas y niños, y también a los jóvenes, sin excepción alguna. Es otra escuela pública la que necesitamos. ¡Dejemos de hablar de personas discapacitadas y hablemos de problemas en los modelos educativos y de la formación de calidad en el profesorado!

En este sentido nos parece oportuno aclarar dos cuestiones. Una es el concepto de diversidad y la otra el de ‘discapacidad’. Entendemos la diversidad como la peculiaridad más humana de las personas y tiene que ver con un concepto amplio relacionado con la etnia, el género, el hándicap, la religión, la procedencia, etc. En cuanto al concepto de ‘discapacidad’ en la literatura más específica, suele relacionarse con ‘deficiencia’ y ‘minusvalía. Entendiendo por deficiencia la pérdida de una función corporal normal en una persona; por discapacidad cuando esa persona no puede hacer algo en su entorno a causa de la deficiencia, y minusvalía la desventaja que se produce en alguien o sobre alguien a causa de la discapacidad. De ahí que cuando nosotros hablamos de diversidad no nos referimos a ‘discapacidad’, sería un reduccionismo. Hablamos de las diferencias humanas como valor y no como defecto y, por tanto, se han de contemplar las diferencias como oportunidades de aprendizaje, porque enriquecen los procesos de enseñanza y aprendizaje. Todas las diversidades hay que afrontarlas en la escuela desde el respeto y la justicia social, desde este punto de vista todo centro educativo conforma una comunidad de convivencia y aprendizajes donde nadie es superior ni más importante que la otra u otro y todos, absolutamente todas y todos, han de participar activa y socialmente en la construcción de la cultura escolar, de la convivencia y del aprendizaje. Queremos decir, que el currículum se construye contemplando la cultura y saberes de esta diversidad de niñas y niños que llegan a nuestras escuelas y no desde la propuesta curricular de las editoriales que representan la cultura hegemónica.

Hablar hoy de educación pública es hablar de educación inclusiva como forma de dar respuesta al derecho de todas y de todos a una educación equitativa y de calidad. No es una moda, es una necesidad social. Pensar en niñas y niños que aprenden de distinta manera es seguir anclados en un discurso deficitario propio de tiempos pasados. Si pretendemos construir una sociedad justa, democrática y culta, la escuela pública debe ofrecer modelos equitativos donde no haya ninguna niña o niño, ni ningún joven que, por razones de género, etnia, religión, hándicap, sexo, procedencia económica o social esté excluido. Es imprescindible que responsables de las políticas, profesorado, investigadoras e investigadores contraigamos el compromiso moral de orientar la educación hacia la equidad. Mientras haya una alumna o un alumno en una clase que haya perdido su dignidad y no sea respetado como es, ni participe en la construcción del conocimiento con los demás ni conviva en condiciones equitativas a sus compañeros y compañeras, no habremos alcanzado la educación pública. Y su finalidad fundamental es que todas y todos aprendan a pensar y aprendan a convivir.

Sin embargo, para muchos docentes, todavía, la palabra "inclusión" significa contemplar a alumnado con ‘discapacidad’ (me molesta hablar de ello) en entornos/ambientes educativos tradicionales y que, de esta manera, por arte de magia, vuelvan a la "normalidad" educativa. Esta es una visión muy restrictiva de inclusión que nosotros no compartimos (acaso se confunda con integración). Este es un viejo problema ignorado en la escuela pública, más aún podríamos decir que una gran mayoría del profesorado, no entendió en su día (años noventa) -ni entiende adecuadamente- qué significa educación inclusiva y se han llevado a cabo prácticas muy diversas. Nosotros solemos distinguir dos grandes visiones sobre cultura de la diversidad una neoliberal centrada en cambiar a los sujetos con algún tipo de peculiaridad o de cultura diferente, pero sin crítica a la escuela actual ni a las formas homogéneas y estandarizadas de hacer educación (integración) y otra radical (ir a la raíz de los asuntos, no dogmática) centrada en cambiar los sistemas y no las personas (inclusión). Los sistemas deben reunir las condiciones para que ninguna persona ni ningún grupo humano se sienta discriminado.


El rango distintivo de la educación inclusiva radica en lo que se entienda por diferencia. Desde este punto de vista el respeto a la diferencia, en la búsqueda de la equidad, es algo de gran valor en nuestra sociedad. Entendida aquella no sólo como igualdad de oportunidades, sino como igualdad de desarrollo de las competencias cognitivas y culturales. Igualdad en la diversidad es la expresión más acorde con mi pensamiento de equidad dado que cada persona debe recibir en función de lo que necesita y no recibir todo el mundo lo mismo. El concepto de equidad añade precisión al concepto de igualdad al atender a la singularidad y a la diversidad humana en su diferencia. Como muy bien nos recuerda la UNESCO: La educación inclusiva es un proceso que entraña la transformación de las escuelas y otros centros de aprendizaje para atender a todos los niños, tanto varones como niñas, a alumnos de minorías étnicas, a los educandos afectados por el VIH y el sida y a los discapacitados y con dificultades de aprendizaje. El proceso educativo se lleva a cabo en muchos contextos, tanto formales como no formales, en las familias y en la comunidad en su conjunto. Por consiguiente, la educación inclusiva no es una cuestión marginal, sino que es crucial para lograr una educación de calidad para todos los educandos y para el desarrollo de sociedades más inclusivas (UNESCO, 2008 p. 5). 


Es bien sabido que en los sistemas educativos de las democracias neoliberales se instauró el principio de igualdad de oportunidades como la fórmula mágica para hacer justicia y cubrir las necesidades. Sin embargo, consideramos que hablar de oportunidades equivalentes es más democrático que hablar de igualdad de oportunidades porque al hablar de esto último volvemos a caer en dar a todas y todos lo mismo y, en definitiva, seguir perpetuando las desigualdades. Oportunidades equivalentes nos parece más democrático y más justo porque lo que debe garantizar un sistema educativo de calidad es ofrecer oportunidades equivalentes para obtener el máximo de sus posibilidades, precisamente porque sus peculiaridades así lo requieren. Por eso, la ONU en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en su artículo 24 sobre el derecho a la educación inclusiva en el párrafo primero dice: “Los Estados Partes deben asegurar el cumplimiento del derecho a la educación de las personas con discapacidad a través de un sistema de educación inclusivo a todos los niveles, incluyendo el nivel infantil, primaria, secundaria y educación superior, formación profesional y aprendizaje a lo largo de la vida, actividades sociales y extracurriculares, y deberá ser así para todos los estudiantes, incluidos aquellos con discapacidad, sin discriminación y en los mismos términos y condiciones que el resto “ (ONU, articulo 24, párrafo 1, 2016).

A nuestro juicio son varias las barreras que impiden hoy en día en nuestro país el respeto, la participación, la convivencia y el aprendizaje de nuestras niñas y niños, y también los adolescentes y jóvenes, y obstaculizan la construcción de una escuela pública sin exclusiones. Unas son de índole política (leyes y normas contradictorias), otras son barreras culturales (conceptuales y actitudinales) muy difíciles de erradicar y con ello me refiero a la cultura obsesiva y generalizada en el mundo de la educación de establecer normas discriminatorias entre el alumnado como una actitud permanente de clasificar (etiquetaje) subrayando que hay dos tipos de alumnado: el, digamos, normal y el especial y, lógicamente, se tiene el convencimiento de que este último requiere modos y estrategias diferentes en los procesos de enseñanza y aprendizaje. De ahí que se hayan desarrollado distintas prácticas educativas desde la exclusión hasta la inclusión, pasando por la segregación y la integración. Y por último barreras didácticas (en los procesos de enseñanza y aprendizaje) 1. Por tanto, necesitamos construir una nueva escuela que no excluya a nadie con un profesorado con una nueva forma de pensar, de comunicar, de sentir/amar y de actuar. 1 LÓPEZ MELERO, M. (2018): Fundamentos y Practicas Inclusivas en el Proyecto Roma. Madrid: Morata


En fin, frente a un mundo deshumanizado como el que vivimos necesitamos un cambio cultural. La educación inclusiva nos abre la esperanza para la construcción de un proyecto de sociedad y de humanización nueva, donde el pluralismo, la cooperación, la tolerancia y la libertad sean los valores que definan las relaciones entre la ciudadanía y donde el reconocimiento de la diversidad humana esté garantizado como elemento de valor y no como lacra social, sino como reconocimiento de la dignidad de la que todos los seres humanos son portadores. La educación inclusiva, como proceso de humanización, nos brinda la oportunidad de ese cambio cultural al permitirnos construir una sociedad más culta, dialogante, solidaria, cooperativa, democrática, justa y más humana. Necesitamos otra educación. Necesitamos una pedagogía crítica y liberadora que nos devuelva lo que de humano ha perdido la humanidad. Esto que decimos no es una utopía irrealizable, sino un proyecto moral al que debemos unir nuestras fuerzas para construir una escuela donde el reconocimiento de la diversidad esté garantizado como valor y no como lacra social.

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El artículo es autoría del Doctor Miguel López Melero, catedrático de la Universidad de Málaga y del colectivo de profesores del Proyecto Roma (Modelo de educación inclusivo, centrado principalmente en la educación de forma exitosa, a personas Síndrome de Down).

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