La música nos transfiere belleza. En su presencia nos reconciliamos con el mundo. Cuanto menos con la parte de éste que está dispuesto a permanecer intacto. Que no es otra que el alma. No se trata de una cuestión esotérica que abunde en derroteros animistas. La espiritualidad del ser humano vibra en esas otras voces que contienen su esencia en forma de instrumento. Es la interpretación del enigma que contiene nuestra propia existencia. Como un globo que se escapa de las manos de un niño y asciende lenta pero decididamente, perdiéndose en el vasto cielo. ¿Adónde irá...? Desprendido de todo. Elevado y acogido en el regazo que nuestros sentidos evocan en el desenlace de su huida. La música es la memoria del grito. Desde las cavernas que albergaron los primeros homínidos hasta la era cibernética que nos permite disfrutarla en diversos formatos. Nos reconforta y adentra en esa otra dimensión en la que gravita nuestro ser.
Bebo Valdés, el pianista cubano, ha muerto. Recuerdo Lágrimas negras o El milagro de Candeal. El primero un trabajo discográfico acompañado por la voz de hierba agostada de Diego “El Cigala”. El segundo un documental del director español Fernando Trueba, en el que la negritud del creador de la batanga redescubría sus raíces en la favela del mismo nombre, en San Salvador de Bahía. Un proyecto musical y pedagógico de Carlinhos Brown que reconducía, con la creación de una escuela de percusión, el futuro incierto de muchos niños. Tuve la oportunidad de disfrutarlo en un cine de verano, acompañado por uno de mis hijos mellizos de 10 años. Dos obras que hablaban de la grandeza musical de este sencillo hombre. Debió resultar curioso degustar la presencia física, así como la elegancia y finura estilística de Ramón Emilio Valdés Amaro –el verdadero nombre de Bebo Valdés- cuando, tras su exilio por amor, fijó su residencia en Estocolmo. Durante más de treinta años se dedicó a completar veladas musicales en un bar de hotel. Alejado de cualquier protagonismo musical.
La poesía, como la música, hace hablar al silencio. “Y es que cuando se despide a tres mil personas y oigo chalanear / sobre el coste social de la operación me entran unas ganas locas / de estrangular a media docena de consejeros auditores,/ lo que constituiría una excelente operación / una depuración absolutamente benéfica / una operación prácticamente higiénica”. Ahora el cuestionamiento social no pende de la capacidad de sufrimiento del ciudadano en situaciones tan dramáticas como los desahucios. Se mide en la molestia e incomodidad de los políticos, si llaman a su puerta para explicarles la realidad de una tragedia diaria, a la que responden con silencio como estrategia dilatoria. Quién duda de que no sean imprescindibles los procedimientos y garantías democráticos. Pero no siempre en el mismo sentido y preservados a los habituales destinatarios. Tras varios años de insistente demanda, de continuas peticiones a los forjadores del bipartidismo autista e indolente, una vez encauzada en Iniciativa Legislativa Popular, aprobada in extremis por el partido que sustenta el gobierno con mayoría parlamentaria, que antes negó, y coincidente con otro suicidio, siguen sin categorizar como valor social determinante la defensa del núcleo familiar y su hábitat, la casa que los acoge.
Los versos del poeta francés Michel Houellebecq inciden en la constatación de la existencia de una realidad tangible y dolorosa. Pero inobservada interesadamente, o analizada desde la óptica en la que la falta de espontaneidad se interpreta como pérfida maniobra, como ha sido la protesta domiciliaria, “Al cabo de unos meses, pasas al subsidio / y el otoño vuelve, lento como una gangrena; / el dinero se vuelve la única idea, la única ley, / estás realmente solo. Y te quedas atrás, atrás...” La violencia verbal a la que se recurre para calificar al sonoro eco que clama y reclama principios de justicia benefactora, es una verdad a medias Y es que “(...) Para disimular el olor a muerte que sale de nuestras fauces, que inexorablemente sale de nuestras fauces, emitimos palabras” Tendrán que hablar con la verdad y decir, por ejemplo, que no habrá empleo para los desempleados mayores de 55 años en lo que les resta de vida. Pero esto no es ortodoxo, ni tan siquiera excepcional. Es la simple verificación de lo cotidiano y su extrapolación al futuro más inmediato. Los hechos hablan por sí mismos. Lo realmente violento es el silencio. El poeta trunca la adolescencia de las ideas. Los poemas son mortajas en su propia génesis, “la muerte más detenida”. Crecen hasta hacerse reconocibles, luego fenecen. Como Lázaro, vuelven a la vida en cada lectura, “El universo grita. El hormigón acusa la violencia con la que fue fraguado como muro. El hormigón grita. La hierba gimotea bajo los dientes del animal. ¿Y el hombre? ¿Qué diremos del hombre?”.
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