En el año de la abdicación del Zar ruso Nicolás II, en 1917, viajar hasta Ucrania, que también había abrazado la Revolución rusa, era un viaje de días o incluso semanas atravesando Europa y parte de Rusia.
Hoy, casi un siglo después, viajar a la Revolución ucraniana centrada en la plaza de Maidán es un viaje de apenas dos horas y diez minutos desde Frankfurt, Alemania, y unas cinco horas y media desde España.
En este sentido, la revolución de Maidán está a un tiro de piedra y, a la vez, parece un suceso en el otro lado de un mundo que se debate entre la integración europea o seguir orbitando alrededor del mastodonte ruso.
En el aeropuerto de Frankfurt una responsable de la compañía aérea Lufthansa me informa de que "el vuelo tendrá un retraso de al menos 5 horas, puesto que la compañía no quiere poner en peligro a sus empleados."
Según la misma, es demasiado peligroso que la tripulación pase la noche en la capital de Ucrania, Kiev, "por lo que el avión les llevará hasta Kiev y volverá inmediatamente," añade con una sonrisa.
Esto significa que el vuelo LH 1492 llegará a su destino de madrugada. El pasaje está compuesto por una mezcla de periodistas y ciudadanos ucranianos. Es fácil identificar quién es quién. Los periodistas están ocupados al mando de sus tabletas de última generación, computadoras y demás aparatos electrónicos, mientras los ciudadanos ucranianos tratan de conciliar el sueño.
Cuando el avión realiza la aproximación a la pista de aterrizaje, abajo, Kiev se extiende como una inmensa telaraña hecha con millones de pequeñas luciérnagas. Desde el cielo todo parece en paz, pero en las calles de Kiev se lucha muerte.
La revolución nunca duerme
Del aeropuerto internacional Kiev-Borispol al centro de la capital, donde se están produciendo las protestas desde noviembre del año pasado, hay unos 30 quilómetros de distancia.
El conductor del vehículo, Vladyslav, 28, me espera a la salida del aeropuerto dispuesto a llevarme hasta el mismísimo centro de la Revolución.
“El presidente Yanúkovich está matando al pueblo ucraniano,” cuenta con rostro sombrío y evidente odio en los ojos. “Tenemos que ganar esta revolución o seguiremos bajo el yugo ruso,” añade.
Son las 02.30 de la mañana y la autopista en dirección a Kiev está totalmente vacía. Ocasionalmente pasamos a toda velocidad al lado de diversos transeúntes que caminan por esta vía hacia la capital para unirse a las protestas.
A medida que nos acercamos a Kiev la actividad va aumentando y tenemos que pasar dos controles ciudadanos, a los que diversos policías locales uniformados se han unido con sus fusiles de asalto AK-47.
En los controles, representantes del movimiento contra el presidente Yanúkovich paran coches y camiones. “Están buscando armas y agentes rusos. Ayer algunos de los francotiradoes que acabaron con la vida de más de 100 personas eran rusos,” me informa Vladyslav. “Los encontraremos y pagarán por sus crímenes,” añade.
Unos minutos después llegamos al centro de la capital, que ahora duerme después de un día de pesadilla. Pronto, la lucha en las barricadas volverá a recrudecerse.
La capital de Ucrania está luchando por lo que Vladyslav describe como “una sociedad justa y con futuro,” mientras los poderes fácticos europeos están intentando encontrar una solución diplomática.
Una solución que de no llegar pronto podría convertir a Ucrania en un conflicto como el de los Balcanes en el que, por cierto, la diplomacia europea fracasó estrepitosamente.
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