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El brutal momento del califa Ibrahim

Un único califato administró todos los territorios musulmanes hasta el año 750
Daniel Pipes
miércoles, 13 de agosto de 2014, 07:45 h (CET)
Tras una ausencia de 90 años, la antigua institución del califato volvía decididamente a la vigencia la primera jornada del ramadán del año 1435 de la Hégira, equivalente al 29 junio de 2014. Este asombroso renacimiento remata de forma simbólica el auge islamista iniciado hace 40 años. La analogía occidental sería el anuncio de la restauración del Imperio de los Habsburgo, que remontaba su legitimidad a la antigua Roma.

¿De dónde viene esta audaz maniobra? ¿Puede durar el califato? ¿Cuál será su impacto?

Para los profanos, una revista rápida del califato (que viene del árabe jilafa, que significa "sucesión"): según la historia musulmana canónica, se origina en el 632 d.C., a la muerte del profeta islámico Mahoma, desarrollado de forma espontánea, llenando la necesidad de un líder temporal de la naciente comunidad musulmana. El califa pasa a ser el heredero no-profeta de Mahoma. Tras los primeros cuatro califas, el cargo pasa a ser consuetudinario.

Desde el principio, los fieles discrepaban en torno a la cuestión de si el califa debía ser el musulmán más dotado y religioso o el pariente más próximo a Mahoma; las diferencias resultantes acabaron definiendo las ramas sunní y chií del islam, respectivamente, provocando el profundo cisma que todavía perdura.

Un único califato administró todos los territorios musulmanes hasta el año 750; por entonces dos series de cambios se combinaron espontáneamente para reducir su influencia. En primer lugar, las provincias distantes empezaron a escindirse, llegando algunas a crear califatos rivales – como España. En segundo lugar, la propia institución fue decayendo progresivamente y fue tomada por conquistadores tribales y esclavos castrenses, de forma que el linaje dinástico de califas original solamente gobernó en la práctica hasta el año 940 más o menos. Otras dinastías adoptaron entonces el título como privilegio de influencia política.


La institución prolongó su vigencia en una forma endeble durante un milenio hasta que, en un dramático acto de rechazo tajante, Kemal Atatürk, padre de la Turquía moderna, puso punto y final a sus últimos vestigios en 1924. A pesar de diversos intentos posteriores de restaurarlo, la institución dejó de existir, símbolo de la dispersión de los países de mayoría musulmana y anhelado objetivo entre los islamistas.

Y así permaneció durante 90 años, hasta que el grupo conocido como el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS) difundió una declaración en cinco idiomas (versión en inglés: Esta es la Promesa de Alá) anunciando la fundación de un nuevo califato bajo el "califa" Ibrahim. El califa Ibrahim (alias Dr. Ibrahim Awwad Ibrahim), de unos 40 años de edad, es oriundo de Samarra, Irak, combatió en Afganistán y después en Irak. Ahora reivindica ser el líder de "los musulmanes de todas partes" y exige su juramento de fidelidad. Todos los demás gobiernos musulmanes han perdido la legitimidad, afirma. Además, los musulmanes han de desechar "la democracia, el secularismo y el nacionalismo, así como todas las demás ideas y desperdicios procedentes de Occidente".

Reanimar el califato universal significa, anuncia La Promesa de Alá, que ha finalizado "el largo sueño en la oscuridad del olvido". "El astro de la yihad ha salido. Las felices nuevas de bien brillan. El triunfo asoma por el horizonte". Los infieles están aterrorizados con razón porque, mientras tanto "oriente como occidente" se someten, los musulmanes "gobernarán la tierra".

Palabras pomposas, claro está, pero también palabras con cero posibilidades de éxito. El Estado Islámico de Irak y Siria ha disfrutado del apoyo de países como Turquía o Qatar – pero para combatir en Siria, no para fundar una hegemonía global. Las potencias próximas – los kurdos, Irán, Arabia Saudí, Israel (y con el tiempo puede que también Turquía)) – califican al Estado Islámico de enemigo absoluto, igual que prácticamente todos los movimientos islámicos rivales, incluyendo a Al-Qaeda. (Únicas excepciones: el Boko Haram; gazatíes dispersos; y una organización paquistaní nueva). El califato tiene ya problemas para administrar conquistas territoriales del tamaño de Gran Bretaña, dificultades que crecerán a medida que sus poblaciones sometidas experimenten de primera mano la miseria sin paliativos de la dictadura islamista. (La aparente captura de la Presa de Mosul por su parte el 3 de agosto vaticina crímenes inenarrables, que incluyen el corte del abastecimiento de luz y agua; o incluso la creación de inundaciones catastróficas).

Predigo que el Estado Islámico, abocado a la hostilidad tanto de los vecinos como de sus sometidas poblaciones, no durará mucho tiempo.

Dejará una herencia, no obstante. Con independencia de lo catastrófico del destino del califa Ibrahim y sus siniestros acólitos, han logrado resucitar una institución central del islam, volviendo a hacer del califato una realidad vibrante. Islamistas de todo el mundo recordarán su momento de brutal gloria como un tesoro y se sentirán inspirados por ello.

Para los no musulmanes, esta novedad reviste implicaciones complejas y espinosas. En la vertiente negativa, los islamistas violentos se sentirán animados a la hora de lograr sus repugnantes objetivos, dejando una estela de casquería a su paso. Por la parte positiva, el bárbaro fanatismo del califato surtirá el saludable efecto de despertar a muchos de los que todavía están dormidos frente a los horrores del programa islamista.

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