La literatura de viajes viene experimentando un momento especial, en realidad muy especial. Al parecer ahora todos escriben de viajes, desde los escribas de oficio a aquellos que, sin tenerlo, optan por el asunto gracias a sus fines comerciales. A diferencia de otros años, y ya sea para bien o para mal, ahora podemos decir que sí estamos ante una verdadera eclosión, la cual propicia, de vez en cuando, el rescate de títulos referentes del género.
Ahora, ¿qué es lo que entendemos por literatura de viajes? Se escribe mucho al respecto, pero pocas plumas son capaces de hacer suya la ya legendaria definición de Paul Bowles: “no es lo mismo ser turista que viajero”. Y en El cóndor y las vacas (1949, Sexto Piso 2012), el inglés Christopher Isherwood (1904 - 1986) demuestra que es un viajero de a pie, alguien al que no le importa la comodidad en la empresa, sin exquisiteces y mirada frívola de los ahora nuevos escritores de viajes. Es que es muy bonito viajar como turista y escribir desde la lejanía de la comodidad.
Estamos pues ante uno de los libros seminales de la diarística viajera del siglo XX, en donde el autor nos narra los seis meses que pasó en Sudamérica, en 1947, a lomo de caballo y mula, y también en transporte motorizado, anotando en un cuadernito sus impresiones que la mayoría de las veces ponían de manifiesto un prejuicio sano y curioso.
Desde sus primeras páginas nos damos cuenta de lo que él quiere hacer: su viaje empezaría como tal en Colombia, pese a la sugerencia de amigos y conocidos que le indicaban que lo haga desde México. Disponemos de todos los indicios razonables para aseverar que Isherwood eligió adrede la zona sudamericana más exótica y de la que tenía poquísima información, he allí la razón de la no gratuidad del título de la publicación, que de por sí viene cargado de un denso aliento simbólico.
Lo que en apariencia podría ser una desventaja de información, al final no lo es. Sus horrores informativos que consigna con una “abierta felicidad”, son un mero pretexto para privilegiar la intensidad de su mirada, la mirada de un escritor de respiro gregario, inquieto e interesado, a quien le importa ante todo en quedar bien con su cuadernito de notas que con la hospitalidad de quienes iba conociendo en su camino. Por ello, este libro es también uno de corte antropológico, político y sociológico, en donde vemos desigualdades sociales a granel, golpes de estado instaurados en la cotidianidad del imaginario colectivo, solidaridad campesina e ingenio popular a manera de resistencia contra la opresión, urbes nacientes en testimonio de falso progreso y conspiraciones políticas como única opción de llegar y perpetuarse en el poder.
La fuerza de la narración yace pues en esa vista sin concesiones, en un acercamiento ajeno a la inherente admiración paisajística que podrían suscitar ciudades como Cartagena, Bogotá, Quito, Cusco, Lima, Arequipa, La Paz y Buenos Aires, encausadas en un torrente verbal deudor de la prosa automática, que corre, obvio, pero que se detiene para pasar revista de ciertas personalidades, como Borges, a quien le profesa honda admiración por su vasta cultura e ingenuo don de gente. Isherwood nos transmite una profecía nada venturosa en cuanto al futuro regional, profecía signada por una latente violencia interior que nos ayuda a entender nuestro presente actual en Sudamérica, demasiado sangriento, demasiado injusto, demasiado demagógico.
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