Seguimos dibujando, como propusimos en la primera crónica, el mapa del cine fantástico desde Sitges, y en él, parece obligado trazar una ruta llena de sensaciones inesperadas y desarrollos fílmicos inspirados: la ruta del cine español.
En los últimos años, el cine de género hecho en casa ha crecido exponencialmente mediante dos tendencias enfrentadas: la que se fija en el cine mainstream americano e intenta emularlo y la que, por el contrario, bebe del cine independiente de Estados Unidos, del cine de autor europeo y de otros referentes que van del tebeo a la música pop. La primera tendencia es de sobra conocida y viene representada por directores como J.A. Bayona (Lo imposible), Amenábar (Los otros) o, en la edición pasada, Jorge Dorado (Mindscape). La segunda está formada por un amplio y multicolor abanico de directores, entre los cuales, esta edición del festival de Sitges, nos trae a Carlos Vermut, Sergio Caballero y Marçal Forès, entre otros.
A todo ese grupo de directores y directoras con vocación, al menos en apariencia, renovadora, con referentes musicales y fílmicos diferentes al del cine español ya conocido, y con una búsqueda personal dentro del lenguaje cinematográfico, se les llama hoy nuevo cine español. Se me escapa porqué hay que denominarlo igual que al nuevo cine español surgido en los años 60 del siglo XX, con representantes como Saura o Summers, como si no hubiera más términos genéricos, pero eso ya es otro menester. El actual nuevo cine español es heterogéneo y heterodoxo, ha crecido sobre todo al amparo de la autofinanciación por parte de los propios directores, y ahora ya puede paladear algo de fondos privados y públicos, y en su gestación, mucho han tenido que ver algunos foros de exhibición y debate como el festival Punto de Vista, en Pamplona, o el festival Márgenes, online y presencial en Cineteca Matadero, además de propuestas educativas como el Máster de documental de creación de la Pompeu Fabra.
Ahora, gracias a su éxito de crítica e interés de un sector del público, una parte de ese cine deja de encontrarse en la periferia o el margen para convertirse en el foco de atención, como le ha sucedido a Magical Girl de Vermut, que ha ganado la Concha de Oro en San Sebastián, y como también les sucedió con reconocimientos diversos a La herida, de Fernando Franco o Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta. Las fronteras de este nuevo cine español son fluctuantes, y las preguntas múltiples: ¿es, como planteaba Luis López Carrasco, director de El futuro, este nuevo cine la última moda acuñada por la crítica que durará lo que todas las modas?, ¿o existe una verdadera corriente de fertilidad fílmica capaz de mantener su identidad a medio plazo sin ser absorbida por la gran maquinaria comercial?, ¿logrará, este nuevo cine, transformar la industria cinematográfica española desde dentro, tan anquilosada y alejada del público?
Por el momento, contentémonos con dar cuenta de tres de los ejemplares fílmicos españoles que se han proyectado en este festival: Magical Girl (Carlos Vermut), La distancia (Sergio Caballero) y Amor eterno (Marçal Forès).
De las tres, la más compleja y poderosa sea posiblemente Magical Girl. Las señas de identidad que hicieron famoso a Vermut gracias a Diamond Flash, siguen presentes: el drama de historias entrelazadas con personajes de gran calado psicológico, las notas de humor negro-friki, la presencia del universo fantástico no como base de la trama ni como contexto visual, sino como destello fuera de su estrella, como género fuera del género, como invitado a la intimidad de unos personajes que cultivan los mayores horrores en su interior y que se debaten por delimitar la realidad y su influjo sobre ellos. Magical Girl arriesga en el retrato de cada uno de sus personajes, esos que interpretan con mucho respeto Bárbara Lennie, Luis Bermejo o José Sacristán, pegados a una tela de araña hecha de crueldades, necesidades desesperadas y pulsiones inconscientes. No todo se explica en Magical Girl, su gusto por la austeridad visual se manifiesta también en sus elipsis narrativas. A veces no nos importaría ver más, saber más, profundizar todavía más, pero al fin y al cabo aceptamos una propuesta que guarda símbolos no despejados, misterios de lectura múltiple, incógnitas respecto a su propia naturaleza que se sustentan por su precisión emocional, su potencia en los diálogos y el exquisito sentido de efervescencia, alucinación y tragedia que consigue con una banda sonora llena de temas que reconvierten las escenas cotidianas en ficciones interiores y sublimadas de sus personajes.
La música es también un elemento central de La distancia, más si tenemos en cuenta que Sergio Caballero, director de aquella Finisterrae, que pasó por Sitges hace tres años, es también el director creativo del Sónar. Según Caballero y Pedro Alcalde, la banda sonora de La distancia se compuso a partir de los elementos que forman el sonido ambiente que crearon para esa central nuclear rusa en la que tres enanos con poderes telequinésicos y telepáticos se disponen a robar algo llamado "la distancia". Quizás la banda sonora sea lo mejor de una película que parece construirse como si de una pieza de música electrónica se tratara, con esa misma abstracción sostenida, sin apenas variaciones rítmicas y con la vocación, expresada abiertamente por su director, de que el espectador se deje llevar por la imagen y el sonido y tome la trama como excusa. Esa aspiración, llamémosle "de atmósfera", legítima, requiere de un punto de partida mucho más claro: darle un hueso que roer al espectador en forma de historia para pedirle que luego lo olvide cuando apenas ocurre nada, no resulta muy honesto. Una suerte de concesión que no beneficia ni al público ni al creador. Como en Finisterrae, Caballero sigue trabajando desde la impostura como herramienta de acceso a la verdad, pero el regusto de su segundo largometraje es el mismo, quizás un poco más amargo, que el del primero: a pesar de un sentido del humor inteligente con golpes brillantes, de unas imágenes poderosas, de una voluntad de entender el cine como arte y en diálogo con otras artes (desde la performance contemporánea a la música que ya hemos mencionado), La distancia no es Stalker, aunque mucho se parezca por fuera. Carece de la humanidad, la profundidad y el verdadero sentido del misterio de la película de Tarkovsky, que no consiste en sustraer el contenido al espectador, sino en plantear debates desde la imagen y por qué no, la palabra; en presentar la magia desde su interior y no desde su apariencia, magia que, como en la vida misma, surge en los instantes únicos que se producen por la conexión con algo, alguien o uno mismo.
También Amor eterno, de Forès, prescinde de la indagación un poco más rigurosa en la historia que plantea. Las imágenes fuertes, el gore explícito que utiliza en algunos momentos, necesitan de motivos poderosos, y muchas veces son colocadas en pantalla por el mero golpe de su efecto y la provocación que ello desencadena. Amor eterno adolece tanto en el fondo, como en la trama, como en el casting no principal, de falta de verosimilitud, pero no se puede decir que sea una película fallida. Animals, el debut de Marçal Forès que reseñamos aquí hace unos años, era un film de adolescentes oscuros filmado con una indudable capacidad perturbadora, que se miraba en el indie americano y en la hibridación de géneros más vanguardista. Amor eterno tiene algunas de las secuencias sexuales más oscuras y vibrantes vistas en los últimos tiempos, ensalzadas por una banda sonora embriagadora que se entrelaza con el pop-rock característico de los trabajos previos del director. Existe un sentido muy bien perfilado de la oposición entre lo bello y lo siniestro, y una mirada personal al mundo que seguirá dando buen y nuevo cine o, mejor, cine a secas.
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