Cuando terroristas islamistas irrumpieron en una escuela de Beslán, al sur de Rusia, hace algo más de una década, los rusos y Occidente no fueron los únicos horrorizados, también muchos osetios y chechenos y, más en general, islamistas que en otras situaciones son partidarios de la militancia y la violencia. El acto de cebarse con los menores fue demasiado difícil de soportar para muchos, y les llevó a cuestionarse qué significa exactamente llevar a la práctica la retórica que antes suscribían. Tras la masacre de Beslán, el radicalismo no desapareció, pero las posibilidades de recaudar dinero y reclutar efectivos de chechenos y osetios sí lo hicieron y, durante un momento por lo menos, hombres y mujeres de toda confesión se plantaban frente al radicalismo islamista.
Hubo brotes de un momento parecido cuando los terroristas del grupo radical nigeriano Boko Haram secuestraron a cientos de colegialas, que en su mayor parte siguen desaparecidas. Hasta al-Qaeda criticó las acciones del Boko Haram por ser destructivas para la causa general que suscriben al-Qaeda y los demás islamistas radicales.
Por desgracia, parece que la opinión pública — y los islamistas — se está acostumbrando a tales actos de brutalidad, y ya no está dispuesta a condenarlos a una escala tan amplia. Los casos en cuestión son el secuestro y esclavitud de las menores yezidíes y la ejecución sistemática de periodistas y personal humanitario en manos de miembros del Estado Islámico de Irak y Siria. Claro que a estas alturas, han atravesado el camino usual de condenas de gobiernos y colectivos como el Consejo de Relaciones Islámico-Norteamericanas o la Sociedad Islámica de Norteamérica, que han recibido fondos saudíes y qataríes y a menudo se asocian con movimientos islamistas más radicales, como Hamás o la Hermandad Musulmana.
Pero a la hora de hacer cuentas, muchos islamistas y los grupos y países que los financian no cumplen lo que dicen. Los países árabes — los mismos países cuyos ciudadanos donan a menudo al ISIS y a entidades de caridad del ramo — se han mostrado reacios a ayudar. La excusa turca — que teme por los rehenes de Mosul — se desmonta fácilmente teniendo en cuenta que Turquía no ha dudado a la hora de emprender la guerra contra el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) hasta cuando el grupo ha hecho rehenes turcos. Que el Presidente Recep Tayyip Erdoğán se niegue a tachar de terroristas al ISIS simplemente consolida la noción.
Todo pasa por restar importancia a las acciones del ISIS por "anti-islámicas”, como ha hecho del Consejo de Relaciones o, a esos efectos, como han hecho el Presidente Obama o el Primer Ministro Cameron. Pero la verdad es que para millones de musulmanes, son islámicas del todo. Negar el componente religioso del verdugo yihadista “John Yihad” o de las acciones del Estado Islámico de Irak y Siria es negar que hay una exégesis en el seno del pensamiento islámico que no solamente tolera tales acciones, sino que las bendice. Es negar que haya una batalla de interpretaciones que por fuerza hay que ganar. Tampoco es lógico suscribir una definición políticamente correcta y saneada de yihad en el siglo XXI cuando el Estado Islámico se remonta a interpretaciones de hace más de 1.000 años, cuando yihad era a menudo guerra santa ofensiva según teólogos islámicos.
El hecho de que la indignación visceral que recibió a los asesinos de Beslán se vea ahora reemplazada por condenas pro-forma del terror islamista, insignificantes en última instancia, por parte de países de mayoría musulmana u organizaciones de activismo islámico sugiere que lejos de levantarse con indignación airada contra las acciones del grupo islamista más reciente, el mundo islámico en general se ha inmunizado frente a tales acciones perpetradas en su nombre, y que es reacio a replicar y condenar al ostracismo a sus partidarios y practicantes de igual forma.
De hecho, los miles de terroristas extranjeros que hoy acuden en masa a Siria e Irak no se radicalizaron durante los dos últimos meses, como tampoco suscribieron las interpretaciones más radicales del islam simplemente por repulsa al ex Primer Ministro iraquí Nouri al-Maliki. Más bien recibieron instrucción en los cientos de mezquitas repartidas por Europa, el norte de África, el sur de Asia y Turquía. Se les enseñó el Corán y su significado, según los miles de imanes y profesores financiados por Arabia Saudí, Qatar Turquía y similares. Estas mezquitas eran inmunes a la crítica gracias a los llamados colectivos de derechos humanos y los grupos islámicos de activistas, que maridan cualquier crítica a la ideología islamista radical con acusaciones de islamofobia. Ojalá las mismas organizaciones empezaran mejor a dar nombres y denunciar públicamente a los extremistas que predican en mezquitas de Europa, América y oriente Próximo.
Las circulares no lo pararán, tampoco los apretones diplomáticos o las ruedas de prensa. El problema es más profundo, y se reduce en última instancia a la tolerancia al extremismo de tantas mezquitas de Europa, América y Oriente Medio en la que confían los reclutadores del Estado Islámico.
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