La literatura como medio de romper los muros de la indiferencia. Una herramienta poderosa para recuperar la dignidad. Con estos términos podría describirse el esfuerzo que rige cada publicación del escritor y periodista ecuatoguineano Donato Ndongo, quien acaba de reeditar en España su novela cumbre “El Metro” (Assata Ediciones, 2014).
Tierna y cruel a la vez, real como la vida misma, y sustentada en una prosa cristalina y melodiosa, la obra describe la epopeya de Obama Ondo, un viajero africano en busca del amor y de la felicidad que termina –muy a su pesar- conociendo la soledad y la frialdad del transporte público en Madrid.
El destino extraordinario del joven africano nos abre la puerta a un continente cercano y misterioso, culturas milenarias y una historia que pide a gritos una segunda mirada: la de la comprensión y de la ingenua curiosidad. En tiempos en los que la inmigración puede ser objeto de intolerancia y discursos radicales, Donato Ndongo invita a la mutua comprensión y a un hermanamiento universal. Un viaje que bien podría iniciar con una lectura.
¿Cómo surge la idea de la novela “El metro” y cómo fue su proceso de escritura?
Toda mi obra es fruto de una combinación: curiosidad y casualidad; me llama la atención un hecho y decido reflexionar sobre él, desde la literatura, el ensayo o el periodismo. “El metro” no fue una excepción: viajaba en un vagón, en Madrid, a altas horas de la noche, encerrado con una pareja joven. Les noté incómodos, nerviosos, recelosos; quise penetrar en sus mentes, indagar por qué un tipo normal, pacífico y más bien tímido como yo, podía suscitar tales reacciones negativas -tal vez de desconfianza o miedo- en otras personas que también suponía normales y pacíficas. No se lo pregunté, naturalmente, pero a partir de ahí fui construyendo el relato en mi cabeza, hasta desembocar en la novela. Sentí la necesidad de dotar de cuerpo, visibilizar esa sombra impalpable e invisible, humanizar a ese negro al que casi nadie se acerca para tratar de averiguar por qué llegó hasta aquí, sus sentimientos, circunstancias, percepciones...
“El metro” es, en suma, un intento de borrar prejuicios, presentar al africano, al negro, como un ser humano más. Y como el resto de mi obra, el proceso fue accidentado: inicié su escritura en el verano de 2000; avanzaba a trompicones, con muchos meses de interrupción debido a mis difíciles condiciones de vida; la terminé en Columbia, cuando fui contratado por la Universidad de Missouri como profesor visitante. Llegué a Estados Unidos con la mitad de la novela; escribí el resto de corrido, en cinco meses, al tener el sosiego necesario, sin descuidar mis obligaciones académicas.
Existen varias lecturas de “El metro”. ¿Podría considerarse una historia de amor imposible?
Es la historia de un joven. Como es lógico, intenté adentrarme en él, exponiendo cada circunstancia de su vida desde su propio interior: el entorno social, político y económico; sus anhelos y frustraciones; su visión del mundo, del suyo y de los otros; sus relaciones afectivas, familiares, sociales... cuanto conforma una trayectoria existencial. Planteamiento totalizador que, desde mi punto de vista, cohesiona el relato, lo hace comprensible, lo dota de vitalidad. Claro que es una novela de amor, sin ser éste su argumento; es una novela política, sin estar concebida como alegato; es una novela... simplemente realista, retrato verídico del África real. Que cada lector resalte aquello que le resulte más llamativo, o suscite más su interés. Una vida es el conjunto de cuanto te acontece y condiciona. También la de Lambert Obama Ondo.
Al igual que en otras novelas de autores africanos como Chinua Achebe o Emmanuel Dongala, Obama Ondo –el protagonista de El Metro– se enfrenta abiertamente a su comunidad (en este caso, primero a las ideas de su padre -más complaciente con Occidente- y, luego, con la decisión de unos sabios reacios a su boda). ¿Sería exagerado decir que la dualidad tradición-modernidad es el gran tema literario de estas últimas décadas en África?
Como todos los literatos habidos, sin que importen época o lugar -véanse las epopeyas orales más antiguas-, los africanos narramos sobre las cuestiones que nos importan, aquellas que inciden en el desarrollo de nuestro entorno y, por tanto, determinan nuestras vidas. Desde nuestro encuentro con los europeos sobre todo -pero también con otras culturas, como la musulmana- el debate más importante es tradición o modernidad.
Varias son las causas que alimentan esta confrontación, aparentemente irreconciliable. Imposible profundizar aquí en todas, pero, como esbozo, digamos que el desprecio secular por nuestras manifestaciones vitales -hasta hace bien poco no eran conceptuadas como culturas, pues sólo existía la greco-latina- es una de ellas. Si durante siglos reducen a simples “dialectos” nuestras lenguas; si nos escupen a diario que no tenemos historia, ni literatura, ni ciencia; si todavía hoy me preguntan, en mis conferencias por el mundo, qué aportó la raza negra a la Humanidad, es natural que la contra-reacción sea estridente. Unos rechazan de plano cuanto venga de las culturas opresoras, pues -se dice aún- un blanco siempre tratará de engañar y explotar al africano; otros sostienen que África debe abandonar las formas de vida de sus antepasados, que provocaron nuestro declive y son hoy inválidas. Son posturas fundamentalistas, excluyentes, y tienen en común la exaltación de su ignorancia supina.
Si los libros de Historia de todo el mundo reflejaran la realidad de que el Renacimiento fue posible gracias al oro del imperio de Malí, que comerciaba con Venecia, muchos anillos caerían. Si se pusiera más énfasis en el papel del arte africano en la revolución estética producida a partir del descubrimiento de las máscaras africanas por los cubistas, muchos se abstendrían de decir algunas naderías. Si se hiciera hincapié en que prácticamente toda la música actual es una recreación de los ritmos afroamericanos, otro gallo cantaría. Me niego a sostener determinadas batallitas ridículas, como ésa de la reivindicación permanente. Soy persona, y no necesito que me lo refrieguen cada día para sentirme plenamente humano; el problema no está en mí, sino en quienes se empecinan en negar la evidencia. Estoy dotado de seguridad y fortaleza interiores generadas por la esencia de mi cultura, que me permiten hacer cuanto hago con convicción, sin complejos ante nadie, ni de inferioridad, ni de superioridad. No quiero parecerme a un sueco, pues sé que no lo soy. Ahí debería finalizar la discusión.
En mi opinión -lo sostengo desde hace años-, debemos hacer todos un mayor esfuerzo de comprensión del otro. El mundo es vasto y plural, y ha de obrarse desde tal realidad. Los problemas surgen cuando se quiere uniformar la vida en todo el Planeta, imponiendo nuestras ideas a todos. África dejará de ser un problema cuando los blancos abandonen su prepotencia, percibida como consustancial, y los africanos sepamos ver las ventajas emanadas de las aportaciones de otras culturas. La base de la propuesta es superar los traumas surgidos de la dicotomía colonizadores/colonizados. Yo, nieto de personas ágrafas -mis abuelos eran muy sabios en su medio, personas de sólidos valores morales que me permiten ser hoy persona de bien-, me gano la vida como escritor; mis abuelos no conocieron la sensación de la velocidad ni viajaron más allá de donde podían llevarles sus pies, pero su nieto ha recorrido medio mundo en tren, coche y avión.
La propuesta es simple: rescatar y fomentar los valores positivos de nuestras culturas precoloniales, y rechazar cuanto no sea útil, necesario o conveniente, venga de donde venga. No es humano todo lo que se hace o se dice en Europa o Norteamérica, como tampoco es grotesco cuanto hacían o decían nuestros antepasados. Con esta formulación, el debate se convierte en puro artificio, al presentar tradición y modernidad no como modelos antitéticos, sino complementos necesarios para el africano del Siglo XXI. Fundidos en esa síntesis armoniosa, integradora, darán paso a un pensamiento nuevo, original, que dote al africano de asideros espirituales sólidos en que basar su africanidad, permitiéndole aportar al mundo nuestra especificidad. Dos son las condiciones esenciales: que el límite de la tradición sea la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y que la modernización no comporte la universalización de un pensamiento único que aniquile las demás formas de ver y entender nuestro mundo común.
En la novela se describe un proceso de inmigración que inicia mucho tiempo antes de la habitual imagen del “cayuco llegando a las costas españolas”. ¿Era éste un fin de la novela?
Claramente. En ese propósito de visibilizar al inmigrante africano, era imprescindible presentarle en su integridad: con su cultura, su cosmogonía, sus hábitos y costumbres, hasta con su gastronomía... Y, sobre todo, con sus motivaciones. El africano no emigra por placer, o simple aventurerismo. Algo nos impulsa a huir de nuestros países, y debe saberse. Bagaje que, por más retórica que se gaste, no se abandona al saltar de la patera. El inmigrante no nace en la playa de Tarifa, o al borde de la valla de Melilla. Tiene una historia que se debe conocer y respetar. En eso consiste la verdadera integración. Si no se le respeta, si se limitan a explotarle y, como mínima compensación, a compadecerle, se consigue crear seres que viven en un perpetuo gueto interior; y eso genera resentimiento, odio.
Tengamos en cuenta algunos fenómenos actuales, consecuencia directa de haber constreñido el espacio del inmigrante: 1) crece el anti-occidentalismo en los países emisores de los flujos migratorios, y los europeos empiezan a ser degollados en ciertos lugares sólo por ser blancos; 2) son los inmigrantes de segunda o tercera generación los que nutren las huestes yihadistas; 3) crece el fascismo en Europa, bajo el pretexto de la xenofobia provocada por una integración insatisfactoria. Fenómenos que invitan a una seria reflexión. De lo cual se deduce que comprender al otro, en toda su profundidad y extensión, debería ser lo primordial, para lo cual es básico conocer cada circunstancia.
Obama Ondo se ve -sin quererlo- atrapado en las problemáticas de la inmigración africana y del éxodo. ¿Puede considerarse la inmigración como una epidemia que asola a todo un continente?
Naturalmente que es una epidemia que afecta al continente entero: salen magrebíes y “subsaharianos”. Y como todas las cuestiones africanas, se contempla con un deje de exotismo, como algo que sólo padecen unos negros y moros miserables, hasta que los propios europeos palpan sus efectos perversos. El ejemplo más reciente es el virus del ébola, que mata en África desde hace, al menos tres décadas, pero nadie se preocupó de ello hasta que contagió a algunos occidentales. Pero África no está tan lejos, y ya no se pueden poner puertas al campo; ni las vallas con concertinas serán suficientes, ya lo verán. Acabamos de ver algunas consecuencias de esa “moda” fuera de África. ¿Y dentro? ¿Acaso no tendrá efectos negativos despoblar todo un continente, vaciarlo de sus jóvenes, de su fuerza creativa? ¿Nadie ha pensado que la esclavitud -la deportación masiva de millones de africanos- fue el prólogo de la colonización? ¿O se planifica una ocupación de nuestro continente, como sucedió con América entera? No seamos mal pensados... Pero hechos actuales invitan a estar alerta: la compra masiva de terrenos por empresas y particulares europeos, norteamericanos, chinos, indios y magnates árabes. Si sumamos la indiferencia ante las tragedias cotidianas en la isla de Lampedusa, Canarias, el sur de la Península Ibérica, no es desacertado atar cabos. Si añadimos la conexión directa existente entre esos fenómenos, las dictaduras generalizadas en África -a cual más cruel- y las empresas y Gobiernos de los países desarrollados, parece obvio que, en no demasiado tiempo, África será repoblada por personas de otros continentes, y los propios africanos serán entes residuales. Sucedió en América, y en Sudáfrica... No. no es tan descabellado. Muchos africanos fueron asesinados o derrocados por decir cosas como ésta, pero no podemos dejar de expresar nuestra inquietud. No es lícito callarse y verlas venir.
En su periplo, Obama Ondo descubre que su país permanece desunido y que, pese a la idea de una nación, cada etnia “tira por su lado”. ¿Cree que el modelo de los países africanos ha ido consolidándose?
Ante situaciones recurrentes, desde la guerra de Biafra en la década de los 60 del pasado siglo al genocidio de Ruanda en 1994, la respuesta obvia sería que no se ha consolidado el Estado poscolonial. Las autocracias represivas que caracterizan ese modelo -con el Zaire de Mobutu o la Guinea de Sékou Touré como paradigmas- se justificaron en gran medida como necesarias para la construcción y cohesión de las nuevas naciones. Modelo que no ha funcionado. El llamado “tribalismo” no es un fenómeno exclusivo de África. Buena parte de las naciones europeas y americanas son Estados pluri-étnicos. ¿Necesitamos recordarlo en España, donde afloran a diario las tensiones, más de cinco siglos después de la toma de Granada? De modo que ese no es el problema. Las etnias, bien orientadas, son células básicas para articular la solidaridad y la cohesión social.
En África se dan dos fenómenos, habitualmente ignorados de manera deliberada: las fuerzas económicas y políticas occidentales, que continúan la explotación inmisericorde de las inmensas riquezas del continente y la mano de obra de sus habitantes, aprovechan -y muchas veces provocan- las tensiones étnicas en su beneficio. No ha habido una sola “guerra tribal” en África, sino guerras de depredación -o, como se decía antes, guerras imperialistas- en las que los africanos ponen los muertos, los refugiados, el sufrimiento y la miseria. Es la lógica del neocolonialismo. Por denunciarla, Kwame Nkrumah, Patrice Lumumba, Sylsanus Olimpio, Amilcar Cabral, Félix Moumié y tantos otros patriotas africanos fueron derrocados o asesinados. Pero el fenómeno continúa, 65 años después de obtenidas las “independencias”.
El otro fenómeno consiste en que nuestros dirigentes -en realidad, los capataces del neocolonialismo- no se han percatado de que el Estado debe convertirse en la tribu común. Algunos sostienen que, ante el drama que padecemos, el Estado poscolonial es inviable, puesto que surgió de una injusticia, el reparto arbitrario de nuestro continente por los europeos en la Conferencia de Berlín. A mi modesto entender, no podemos alimentar la ficción de que es posible el retroceso de la Historia; no podemos actuar como si la colonización no hubiese existido. Existió. Lo responsable sería entonces afrontar sus consecuencias desde el realismo, pero con una firme voluntad de reparar aquellos errores. Sería más costoso, en toda la amplitud de la palabra, volver a los estados étnicos precoloniales. El colonialismo se produjo a lo largo de los tiempos en muchas partes del mundo, en Asia, América y Europa. En lugar de pasarnos la vida lamentándonos, lo sensato es empezar a solidificar nuestros Estados sobre la base de dotar de cohesión a nuestras sociedades pluriétnicas. Y es posible desde el respeto de las diferencias, la libertad y el desarrollo. Cuando cada africano se sienta libre y próspero en su país, disminuirán las tensiones sociales. No es una quimera: en países como Ghana o Senegal se está logrando; y si han resurgido en Costa de Marfil, ha sido por la injerencia neocolonial. Lo cual nos lleva al imperativo básico: la urgente necesidad de dotar a nuestros Estados “independientes” de soberanía real. Sólo así podrán cumplir sus fines, dejando de ser las simples caricaturas actuales.
El personaje de Nena Paula interviene en algún momento de la trama y nos revela brevemente la situación de Guinea Ecuatorial. ¿Hasta qué punto ha cambiado Guinea Ecuatorial?
Hasta hoy -estamos a mediados de diciembre de 2014- no ha cambiado nada. Incluso diría que empeoró: continúa la represión, la casta que usurpó el poder se mantiene, reforzada por la explotación de hidrocarburos, que sólo beneficia a la oligarquía dominante, no al conjunto de la población. La corrupción es tal que el tercer productor de petróleo del África subsahariana carece de hospitales, escuelas, agua potable, luz eléctrica..., y no paga ni a los funcionarios ni a los becarios que manda al exterior. Según organismos serios -el Senado de Estados Unidos, Transparencia Internacional, Global Financial Integrity- entre 2001 y 2010 “desaparecieron” de Guinea Ecuatorial unos 10.030 millones de dólares, rumbo a Europa, Asia, América y paraísos fiscales. Mientras tanto, la tasa de sida asciende al 8,2 por 100 (dato del propio Gobierno), la mortalidad infantil crece, y así sector por sector.
Obiang sabe bien que no le queda mucho tiempo de vida, y pretende imponer como heredero a su primogénito, conocido como “Teodorín”, individuo sin preparación ni oficio conocidos, cruel e inmoral. Si el régimen de Francisco Macías, nuestro primer presidente, fue de terror -como describí en mi novela “Los poderes de la tempestad”-, el de Obiang es prácticamente el mismo, agravado por la corrupción, la desculturización y la inmoralidad fomentadas desde el poder. Podría pensarse que Guinea no tiene futuro. Pero soy de los que piensa que, aun en medio del desastre, es posible la regeneración. Así lo queremos casi todos los guineanos, tenemos capacidad y medios, pero todo eso resulta irrelevante ante las fuerzas sobre las que se asienta la tiranía, únicas beneficiarias de aquel caos: ciertos españoles y otros europeos, chinos y otros asiáticos, empresas petroleras y gobiernos africanos cómplices. Pero la Historia no se para. Veremos cómo se desarrollan los próximos episodios.
En su llegada a España, Obama Ondo describe la expatriación como una mezcla compleja: un optimismo ardoroso junto a una melancolía irrefrenable. ¿Usted comparte ese punto de vista?
Es así. Se llega con esperanza e ilusión, ante la seguridad de haber culminado un anhelo, de haber dejado atrás la miseria, y se inicia un período apacible y beneficioso. Pero el despertar de la ilusión es descorazonador. Todo africano que lleve más de seis meses en España almacena un rico anecdotario al respecto, que, en definitiva, conduce a la frustración. Lo único que nos salva es nuestra fortaleza interior, que nos impide sucumbir. Por eso alguien escribió que no comprendía el optimismo desbordado de Lambert Obama Ondo. Pero así es el africano. Si no conservásemos esa inmensa capacidad para la esperanza, no existirían ya negros en el mundo. Cuando visité por primera vez una reserva de indios en Arizona (Estados Unidos), en 1988, comprendí por qué habían sido exterminados: no fueron los rifles; les habían arrancado la vitalidad, el alma. Por eso es siempre necesario resistir, pese a todos los sinsabores y calamidades. Sin alma no somos nada. Entonces, la languidez se convierte en el estado natural. De modo que, cuando no se llegan a cumplir las expectativas, pese a todos los esfuerzos y sacrificios realizados, es inevitable que asome la melancolía. Una melancolía acrecentada por la soledad, la incomprensión de la nueva cultura en que se tiene que vivir, la nostalgia por la lejanía de los seres queridos, los insoportables fríos invernales, el rechazo perceptible, no sentirse a gusto en un ambiente tan distinto... Todo ello obliga a mirar atrás cada día, y cuestionar continuamente el sentido de tu vida.
¿Cuánto hay de Obama Ondo en Donato Ndongo?
Todo y nada. Como bien sabe, un texto literario es el compendio de muchas experiencias: las propias vivencias, la continua observación de cuanto sucede cerca o lejos, lecturas, cine, lo que te cuentan por cualquier medio. El escritor mete todo ello en una coctelera, criba, y decide lo que quiere contar y cómo quiere contarlo. El objetivo, hoy como ayer, es dar testimonio del tiempo, subvertir la mente del lector para obligarle a ver el mundo de manera diferente. Es lo que han hecho todos los escritores del mundo, y es una obligación especial para el escritor africano actual. No conformarse con el discurso oficial, sino, como piensa en algún momento Lambert Obama Ondo, atreverse a explorar cuanto se esconde detrás del horizonte.
¿Habría literatura sin esa capacidad de ensoñación? Algunos la confunden con mero entretenimiento, pero en nuestras culturas no concebimos el “arte por el arte”: debemos poner el arte al servicio de lo útil. Y la literatura, pese a escribir en sociedades con tan pavorosos índices de analfabetismo, pese a la desculturización institucionalizada por nuestros dictadores, es absolutamente necesaria en África, como lo fue en la Europa inculta del Renacimiento y del Siglo de Oro, en la Rusia de Dostoievski, en la Inglaterra de Dickens o en la Norteamérica retratada por Steinbeck o Ralph Ellison. Ellos hicieron su trabajo, y lo lograron. Por eso mismo, tampoco vamos a desfallecer. Eso es cuanto representa Lambert Obama Ondo porque Donato Ndongo le ha creado para eso. Pero, obvio es, ni Lambert es Donato, ni Donato es Lambert.
¿Qué es lo que le anima a seguir escribiendo cada día y relatar la historia del continente africano?
Comunicar. Lo acabo de decir: presentar la otra cara de la realidad, obligar al lector a ver la historia desde nuestro punto de vista. Nunca tendrán la misma visión opresores y oprimidos, amos y esclavos. Hasta hace bien poco, eran otros quienes “interpretaban” nuestras vidas. Un occidental viajaba unas cuantas semanas por algún rincón de África, y se atrevía a pontificar sobre todo un continente y sus gentes, sin conocer ni comprender. Así se generaron prejuicios y estereotipos arraigados, aún vigentes. Ahora no: los propios africanos podemos y debemos expresar directamente nuestros sentimientos y percepciones, explicar esta historia que nace y vive en nosotros, sin interferencias distorsionadoras. Es cuanto pretendo: que nos conozcan -y nos conozcamos nosotros mismos- tal como somos; que sepamos -y sepan- porqué ocurre cuanto ocurre. Y, claro, sugerir los mecanismos de transformación para que el cambio sea posible. En eso consiste la grandeza de la literatura: sin la llamada “literatura de género” -por ejemplo-, todavía se consideraría a las mujeres inferiores al varón. Seguirían sin votar. ¿No es así?
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