Federico Jiménez Losantos, en tono más propio de la “crónica rosa” que del relato de una gran desgracia, comentaba el pasado lunes, a los dos días del terremoto a que ha devastado Nepal, cómo se había colado en una cena que el rey Birendra ofreció en honor de los Reyes de España, llevando una cinta para el pelo que le prestó la diplomatica Catalina Luca de Tena; aditamento que lució a modo de pajarita para poder así cumplir con la estricta etiqueta de la corte. No hablaba de fechas, pero debió de ser antes de 1990, ya que el periodista aludía a la época en que el monarca era, para buena parte de sus súbditos, una reencarnación de Vishnu y, por lo tanto, un dios hecho de carne y hueso.
El firmante de este artículo tuvo el raro privilegio de ser elegido, junto con reducido grupo de informadores y corresponsales, para entrevistar al que habría de ser el penúltimo rey del pequeño país de los Himalayas, en el otoño de 1992, pocos meses después de haber este firmado una constitución que garantizaba el sistema parlamentario bicameral y el sufragio universal y le obligaba a renunciar a muchos de sus derechos, entre ellos el de considerarse una deidad en la tierra.
Fuimos siete periodistas los que una mañana de finales de octubre seríamos recibidos en el Palacio Real y pudimos hacerle en total doce preguntas –que, por supuesto, habían sido pactadas con el secretario de S.M.- al hiératico soberano, que, al entrar en la sala donde le entrevistamos, no nos dio la mano, sino que nos dirigió un formal “Namaste, gentlemen”, a la vez que hacia entrechocar las yemas de los dedos de ambas manos, saludo tradicional hindú.
Nepal era entonces un país medieval, situado entre dos colosos –India y China- en el que aún coleaba la sombra evanescente del paraíso hippie de los años sesenta, cuando el fenómeno turístico era desconocido; y por las calles de Katmandú las únicas caras occidentales que podían verse eran las de los seguidores del “haz el amor y no la guerra” y las de algunos esforzados montañeros, empeñados en emular las gestas de Herzog y Hillary por las sendas de los Annapurnas y el Sagarmata ( al que decidimos llamar “Everest”) Abundaban los leprosos y los mendigos de todo tipo. Aguadores, herreros, vendedores de flautas y hortalizas, rickshaws, músicos callejeros, puestos de “ligadores de naan” (en los que se vendía un estupefaciente suave, la nuez “betel”, envuelta en una hoja de parra sazonada de especias y sirope, que era masticada con fruición por hombres y mujeres y luego escupida en plena calle, dejando una especie de reguero de sangre en el suelo) Todo esto era tan diferente a “nuestro mundo”, que era difícil resistirse a su embrujo, a eso que llamamos “exótico”.
Y fue precisamente ese exotismo, esa amalgama de tradición, ritos religiosos ancestrales, colores, sabores, olores, estupas, edificios y templos increibles, y, por supuesto, la cordillera de los Himalayas –con su misterio, su belleza y sus peligros- los que a la postre desencadenarían, durante la última década del siglo XX, una verdadera avalancha de gentes que acudían, provenientes de los lugares más remotos, para imbuirse de todo ese mundo insólito, único, destinado a desaparecer en muy poco tiempo.
Pronto brotaría la industria turística y lo que sirvió para modernizar ciertas estructuras, supuso también la pérdida de lo genuino, de aquello que hasta entonces había conservado al pequeño país como una reliquia de tiempos muy antiguos. Mas con esa pérdida de identidad –ese tributo que siempre pagan los países pobres a los ricos- no se produjo una mejora sustancial en las condiciones de vida de sus habitantes; con excepción de unos pocos, entre ellos muchos políticos que se hicieron millonarios por los visados y permisos de todo tipo que cobraban para visitar los santuarios naturales, los templos hindues y budistas, y todos aquellos lugares que hasta 1953 habían estado prohibidos al extranjero. Las bicicletas y rickshaws fueron siendo reemplazados por ruidosas motos de fabricación china. El aire de Katmadú, Pokhara y las principales ciudades empezó a emponzoñarse. Se perdieron los sonidos y los olores. Lo exótico dio paso lentamente a una suerte de “parque temático”, en el que hasta los sadhus (santones) de la plaza del Durbar, regresaban a casa en un incongruente vehículo de dos ruedas y motor, una vez concluida su “jornada laboral” -mitad circo, mitad teatro- con el taleguillo cargado de monedas y la imágen de tanto cliente pasmado, dispuesto a hacerse una foto sujetando una barba (falsa) que puede medir dos metros, a cambio de unas monedas (“Namaste, baba” “Hola, amigo”) Una variante a hacerse la foto con el pato Donald en Disneylandia.
En casi cuatro décadas desde su inicio y su posterior desarrollo durante la década de los noventa, la industria turística no ha conseguido elevar significativamente el nivel de vida de la población (excepto en ciertas zonas urbanas y en algunos lugares remotos frecuentados por montañeros y “trekkers”) y, como ahora se acaba de comprobar, las carencias siguen siendo enormes.
El convulso fin de la dinastía que había reinado durante doscientos años (en un periodo que va de 2001, cuando se produce el extraño asesinato del rey Birendra y toda su familia directa, y la abdicación de su hermano y sucesor, Gyanendra, en 2004) aplacó a la sangunaria guerrilla maoista al proclamarse la república un año después. Cesaron los actos terroristas y comenzó un periodo en el que existía la esperanza de que la nación pudiera, por fin, desarrollarse por otros medios que no fueran sólo los aportados por los turistas.
Diez años más tarde se ha producido uno de los peores terremotos que se recuerdan en Asia y, como ocurrió en Haití no hace tanto, se ha puesto de manifiesto una cosa: hasta en las catástrofes existen diferencias esenciales entre “nuestro mundo” y el suyo. El dolor, el miedo, pueden ser los mismos; pero las consecuencias que se derivan nada tienen que ver. El caos se ha enseñoreado de un país que pasó estupefacto del feudalismo medieval a ese espejismo de prosperidad que se produce al depender de un maná, al confiar ciegamente en las divisas de unos ricos que se divierten con “lo exótico” arransándolo todo; hasta los bosques centenarios de las laderas del Himalaya, talados sin piedad para alimentar los hornos que calientan el agua de la ducha en los albergues de montaña.
Cuando tiembla la tierra y las casas de los pobres se caen y los sepultan, les mandamos “ayuda humanitaria”. Una forma como otra cualquiera de acallar las conciencias. Esta u otra multinacional de lo que sea dona unas migajas para “paliar la catástrofe”... y de paso queda bien ante el mundo y se hace una propaganda que le habría costado una millonada. O: “Manda un SMS con la palabra “Nepal” y contribuirás a...”
En medio de todo queda el silencio: el silencio de las cumbres llenas de toneladas de basura abandonada por los esforzados montañeros; el silencio de las estupas caídas y los proyectos rotos; el silencio de los árboles cortados. Y el silencio de los siervos que enajenaron todo a cambio de sentir que eran un poco como nosotros porque se ponían nuestras ropas, sin darse cuenta de que imitar nuestro modo de vida no es sino adentrarse en una rutina existencial de difícil salida.
Ahora, no sé muy bien por qué, me vienen las palabras de un viejo filósofo que trabajaba como limpiador en Pashupatinah, el lugar de Katmandú donde se incineran los cadáveres. Ardían varias piras que él observaba abstraído, fumando un “biri”. De pronto, como si hubiera intuído que le observaba, se volvió hacia mi y en un inglés muy claro, me dijo: “Algún día todo volverá a ser como antes...y descansaremos”.
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