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Esos animales que nos emocionan... y maltratamos

Duele más el silencio cómplice del sensible que el disparo del cruel
Julio Ortega Fraile
domingo, 13 de diciembre de 2015, 23:24 h (CET)
Los beneficiarios son de nuestra especie, así que entre humanos nos otorgamos el derecho a confinar (sin delito por su parte) y a esclavizar (sin delito por la nuestra), a seres vivos que pertenecen a otras. Al mismo tiempo y por eso, porque son de otras, les negamos el derecho a la libertad e incluso a la vida al resto de animales, aunque las pruebas nos demuestren que sólo en el humano se dé la capacidad de maltratar o matar por afán de lucro o diversión, y que en nuestras víctimas existen no por imitación sino como rasgo propio las de la empatía o la ternura, características que nos empeñamos en hacer exclusivas de los humanos del mismo modo que años atrás no había inteligencia en las mujeres para decidir en la política por sí mismas pero sí en los hombres, ni humanidad plena en los negros pero si en los blancos.

Encerramos a un gorila en un zoológico, al director de su cárcel le concedemos sueldo y despacho y al espectáculo estremecedor de las manos de esa criatura aferradas a los barrotes, al de la tristeza eterna viviendo en su mirada —¿puede haber mayor quebranto que el de un niño que no entiende la razón de su dolor pero lo siente?, pues el suyo es así-—, y al de la estereotipia, la enfermedad del recluso, dictando su conducta, lo llamamos educación, entretenimiento y conservación.

Hay un ministerio con un registro de toreros o una administración que expide licencias de armas para cazadores entre otras muchas muestras de brutalidad institucionalizada e instituciones a servicio de la brutalidad. La burocracia humana gestiona y legaliza la tortura y el asesinato mientras nuestros instintos más ruines completan esa ecuación de la superioridad ejecutándola y aplaudiendo la violencia, aleccionando incluso a los niños en ella, jurando en Bruselas que todo español y española la secunda, callando las víctimas humanas que va dejando. ¿Quién entre los que rescatan a los bancos habla de los suicidios por desahucios, quién entre los que les dicen “toma, ya tienes tu permiso para matar”, recuerda los muertos “accidentales” por disparos en la caza? Es lo que tienen los cadáveres cuando los genera el sistema o cuando éste ampara a los que los causan: que se tiende a silenciarlos.

Pero a la vez que ocurre todo eso las imágenes de sus víctimas, como protagonistas de escenas que nos evocan una carga de "humanidad", se convierten en virales en las redes sociales. Contemplamos emocionados la fortaleza de un perro mutilado como lo hacemos ante la capacidad de superación de un nadador sin brazos. Nos enternece comprobar cómo Fadjen, el toro de lidia rescatado, juega con niños y se deja abrazar por su dueño. Nos conmueve la delicadeza con la que ese gorila sostiene entre sus manos a un frágil gatito. Qué afectivos somos a golpe de clic de ratón.

Admirable nuestra sensibilidad si no fuese porque lejos de verlos a ellos capaces de todo eso por sí mismos lo que percibimos son rasgos de nosotros en su comportamiento. Hablo de los rasgos dulces, por supuesto. No consideramos el sistema nervioso que poseen, no nos impresiona que ellos, no por presentar similitudes con nosotros sino porque forma parte de su naturaleza sientan miedo, sorpresa, ira, amistad, alegría, necesidad de jugar o relacionarse, capacidad de sacrificio por otros o valentía, lo que nos encoge el estómago es descubrir cómo "se nos parecen" a veces, nada extraño en una especie que se arroga el privilegio de la supremacía en el mundo, por eso decide a quiénes acariciar con una mano y ejecutar con la otra, aunque a menudo mimado y asesinado sea el mismo cambiado de lugar.

No aspiro a los milagros pero pretendo coherencia. Más allá de esa falsedad intrínseca de la que son maestros taurinos o cazadores proclamando respeto a un animal unos minutos antes de matarlo me refiero a la gente común, la que no se gana la vida ni llena su entretenimiento matando, la que no ha hecho de la cobardía y la crueldad su credo, la que no regresa a su casa por las noches y acaricia a sus hijos con restos de sangre de inocentes en sus manos.

Aristóteles dijo que no se puede ser y no ser algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. No podemos ponerle un me gusta a la foto de ese perro al que le faltan dos patas y al mismo tiempo no parar cuando vemos a uno herido en un arcén o comprar cachorritos en tiendas de mascotas; no podemos poner de salvapantallas la imagen del gorila y del gatito y ese fin de semana llevar a nuestro hijo al zoológico o a un circo con monos, tigres o elefantes. Y si somos capaces de ambas cosas es que nuestra ética comienza justo donde acaba nuestra ilusión de privilegio, expresión que empleaba Freud para denominar el desprecio a los animales. El camino que se extienden más allá del propio egoísmo es tan escaso que entre él y nuestra complicidad directa o indirecta con el abuso ya sólo hay espacio para la farsa, y esas víctimas que no fingieron su sufrimiento ni su muerte y que también son las nuestras quedaron tiradas en el primer tramo, el de nuestros actos. Negarles a ellas los sentimientos y percepciones que nos encandilan en sus iguales es hacerle un corte de mangas a Darwin o a los neurocientíficos que han demostrado que la estructura cerebral de los animales posee la capacidad necesaria para crear emociones, pero sobre todo es escupir sobre sus cadáveres y abrazar la falsedad y la crueldad del hombre, aunque luego se nos humedezcan los ojos viendo cómo un perro trata de rescatar en mitad de una autovía a otro atropellado, cómo una rata elige liberar a una compañera antes que comer o cómo los elefantes entierran a sus muertos y visitan sus tumbas.

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