En el pasado, cuando la televisión era pública, nos decían, visionariamente entusiasmados: esperad, esperad, ya veréis la calidad de las televisiones privadas. Era una lucha más entre la calamidad pública y la excelencia privada. Y la verdad es que lo estamos comprobando. La televisión privada forma un bloque homogéneo de calidad, del cual no cabe escindir zona alguna de mediocridad. Desde la información veraz hasta los culturalizantes programas de entretenimiento todo es insuperable. Nuestro buen gusto ha subido hasta niveles inimaginables (estratosféricos).
Aún recordamos aquel espacio de la 2, con unos capítulos pesadísimos sobre historia, biología, psicología. ¿Para qué interesarse por la astronomía si podemos confiar en la astrología? Tal fue su fracaso que abandonó su pretensión de ser un canal formativo. Que petulancia, que afán adoctrinador con la intención de llenar el vacío de la libertad espontánea; que pérdida de tiempo (cierto). Afortunadamente cambió su orientación: hoy recoge espacios fundamentales, como Tendido cero. ¿Para qué necesitábamos un canal cultural, encima dirigido por ese monstruo que es el Estado? El solo intento de que ahora pretenda imitar a la privada ya es un reconocimiento de su fracaso. Ahí tenemos a presentadores –cuasi funcionarios—pretendiendo reír sin ganas, como si la alegría pudiera habitar en lo público.
Ay lo público, qué rémora para el progreso. Por ejemplo, a pesar de que estamos muy por debajo de los niveles medios de empleados públicos comparados con el resto de la UE (Noruega 32,4%, España 16,5%, quinto país por la cola, delante de Rumanía, Turquía, Chipre y Albania, y con una tasa que se mantiene desde 2010), es indiscutible que sobra mucho de lo público en todos los órdenes, sobre todo en salud y enseñanza. Quizás no tanto en las administraciones autonómicas; hallar el hecho diferencial de cada comunidad no es moco de pavo. No hablemos de las viviendas sociales (España 2,5% frente a Dinamarca o Reino Unido, con un 20%) esa lacra asfixiante para el económico sistema de alquiler. Toda una vida pagando para que luego venga y lo herede un hijo malcriado que vota lo aborrecido.
Ahora como antes podemos vaticinar acertadamente el futuro: Ya veréis –ya veremos…-- cuando todo sea privado, desde la sanidad a la enseñanza, desde las residencias de ancianos, hasta esos generosos bancos privados a los que en casos hay que pedir cita para que te atiendan –por supuesto, siempre inmejorablemente-- si no funciona la tarjeta por un fallo del cajero; desde la policía hasta el ejército; desde los tribunales de arbitraje hasta la autodefensa –que buenos recuerdos sobre esto nos trae el inefable Charlon Heston--: todo sea por el orden espontáneo, por la libertad autodisciplinada; todo sea por el jardín bien podado.
Volviendo a determinados programas televisivos, además de su gran audiencia hay que sorprenderse por su calidad didáctica, por su función formadora de la mente y del espíritu. Hay amargados que dicen que son lamentables; que son el fomento de las bajas pasiones, inspirados por una sola finalidad, hacer caja. Pero eso es impensable. El lucro es un aspecto de los negocios totalmente desterrado de nuestras civilizadas sociedades. Quizás los estados, con su afán impositivo. ¿Qué esos programas destruyen en un minuto lo que el colegio tardó una semana en construir? ¿Para qué quieren los colegios inculcar nada? Para eso está la familia, el púlpito dominical y la televisión privada, con sus hermosos anuncios publicitarios, la mitad de ellos en inglés. Basta con comparar a algunos de esos niños repipis que hablan un perfecto español cuando están en la escuela con ellos mismos después de diez años: irreconocibles, totalmente desconectados del “genio de nuestra lengua” (término robado a Álex Grijelmo) haciendo insuperables esfuerzos por perfeccionar su spanglish? Por supuesto, siempre hay excepciones anormales.
¿Y los contenidos? ¿Hay acaso algo más creativo que un sano cotilleo que ponga verde a la víctima propiciatoria? Víctima que casualmente suele ser el individuo más débil del grupo. Porque una cosa es buscar noblemente los defectos del prójimo y otra no respetar la jerarquía del nivel social. Incluso, y no lo hemos agradecido suficientemente, eso de vigilar la vida particular de cualquiera por si engaña a su pareja es una labor purificadora, y si nos apuran, puritanista. Claro, eso siempre que no perjudique los intereses creados. Una cosa es Juan el fuerte y otra Juanillo el débil. Se evidencia tal jerarquía en esas especies de tertulias en las que unos no paran y otros no pueden decir ni pío.
Hablar de buen gusto sería una disquisición discriminatoria. ¿O acaso el mal gusto no tiene derecho a la existencia? Es más, abundar en él es una demostración idónea de que nos preside un justo igualitarismo estético, donde lo pésimo es equiparable a lo mejor –pero, ¿acaso existe lo mejor?--. Defender lo contrario no sería ni bueno ni malo: sería simplemente anacrónico. No cabe ni pensarlo. Las cosas son como son, es decir, como quieren esas selectas televisiones privadas que tanto nos han enseñado. No en vano tenemos una versión modesta de los Oscars, padres estos de todas las imaginerías posibles, para imitarlos.
Es más, esas televisiones río son un permanente ejemplo de consecuencia. Si yo vuelvo del revés la vida de los otros –en su mayoría llamados famosos—nada más justo que se haga lo mismo conmigo o mi familia. ¿Hemos visto alguna vez enfado por ello? Nunca. La ejemplaridad es notoria y encima entretenida. La libertad del vapuleo ha de ser universal.
No queremos tocar ese sano deporte de los pre-juicios televisivos que tan bien informan la labor de jueces y fiscales. Dolores Vázquez debe de estar eternamente agradecida.
Por otra parte, son las adelantadas para que disfrutemos de una mentalidad cosmopolita. Nos llevan de aquí a allí –más allí que aquí—para que no caigamos en la ranciedad de esas caducas reacciones nacionalistas que hablan de soberanía. ¿Acaso no hemos entendido que somos ciudadanos del Mundo? ¿Que hay una cosa que se llama poder blanco y penetra de fuera adentro para imponer los intereses foráneos a los nacionales? Paparruchas, como decía el personaje de Dickens. ¿Qué es eso de fuera? En cualquier caso, ¿no tenemos nuestros informativos, que beben de esas fuentes imparcialísimas que son las agencias de prensa, para proteger nuestra independencia crítica? Además, ¿para qué informativos si tenemos la garantía de que lo único que necesita una vida bien aprovechada es el entretenimiento y la sana carcajada? ¿Que muchas de esas cadenas son de capital privado? ¿Y qué? La desconfianza no lleva a ningún lado. ¿En que puede aprovechar que otro país esté despistado, que no se entere de los negocios desiguales que la perjudican? ¿Por qué desconfiar si la buena fe y la alegría presiden todos los actos de la humanidad –y de la geopolítica--? Tampoco olvidemos ese contrapunto de sensibilidad sensiblera, que es la que mejor penetra emocionalmente en las gentes sencillas. ¿Hay algo más hermoso que esa lagrima que resbala parsimoniosa por la mejilla aumentada por un primer plano? Aunque hay que decirlo todo: hay gente –poca-- que llora muy feo. En estos casos habría que hacer una excepción.
¿Que faltan programas críticos que ejerciten la capacidad evaluadora del individuo? ¿Acaso no es suficiente ejercicio crítico perseguir a Piqué y a Shakira? ¿No es una enseñanza impagable sobre la condición humana –la nuestra, no la de la pareja--? ¿Acaso no es una gran enseñanza –ampliamente publicitada-- esa afirmación de que ahora, ---y no sólo respecto a las mujeres---, lo importante es facturar? Además, la culpa la tiene el mundo: si no hay cosas más importantes ¿qué se va a comentar?
A estas alturas se dirá: qué forma de complicar el mundo. Cierto. Pero, enlazando, por ejemplo, con la crítica que hacíamos respecto a aquellos que se quejan de la desidia con el propio idioma y el entusiasmo con el ajeno, cuando leemos cosas como esta “… Las herramientas de la guerra psicológica y el poder blando, como saben, son las más inesperadas. La herramienta de poder blando más común para un estado en particular es estimular el aprendizaje del idioma propio en otros países… que, a primera vista, ni siquiera puede considerarse ideológica.” (Dmitry Vinnik. Salesforce, EEUU), nos convencemos de que hay una conspiración de los tristes para que dejemos de reír “ostentoreamente”, como decía nuestro admirado Jesús Gil, otro monstruo de la pequeña pantalla. Qué poco valoramos a nuestros genios más preclaros y remojados.
Sí, hay que tener mucho cuidado. “Sálvame, Señor, del agua blanda, que de la brava me guardo yo”. Efectivamente, cautela con esos individuos graves –en el peor sentido-- que desearían una televisión mortalmente equilibrada, cadavéricamente instructiva, tóxicamente quejosa de que todo –no parte-- sea forzosamente un espectáculo. ¿Será el problema que no reímos suficientemente? Quizás el parlamento podría estudiarlo. De estas cosas sabe mucho.
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