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La costilla de Adán

No puede sorprender a nadie el hecho de que el machismo distributivo existe hasta en las sociedades más avanzadas
Francisco J. Caparrós
martes, 19 de julio de 2016, 00:58 h (CET)
Por qué seguimos llamando enamoramiento a la pasión sexual, es una incógnita. Ello tendrá que ver, muy probablemente, con una concepción platónica del término que ha terminado por modularse como esquema o arquetipo en nuestro inconsciente colectivo. Para el psicoanalista Carl Gustav Jung, en ese paradigma acaba centrándose la cuestión de si podemos o no debatir la combinación de los pensamientos como un todo global y a priori estructurado.

Algo parecido sucede con el amor en sí mismo, sin convencionalismos que solapen su independencia, y que algunos se obstinan en confundir con la posesión, pero aquí no hay teoría posible que lo explique ni le exima de la responsabilidad de azuzarse en contra de la dignidad de las mujeres, porque nada suaviza una conmoción semejante, sobre todo cuando alcanza unos grados de tensión en los que ya no es posible dar marcha atrás.

No puede sorprender a nadie el hecho de que el machismo distributivo existe hasta en las sociedades más avanzadas, ni tampoco que el respeto a determinadas clases sociales brille por su ausencia, pero así es. La violencia no es la misma en uno u otro caso, eso es cierto, al menos en lo que respecta a sus niveles de crudeza, pero está presente en ambos. No es cultural, por tanto, no al menos hasta el punto de poder llegar a ser, en caso contrario, un revulsivo que pueda evitarlo.

El uso premeditado de la intimidación, tanto física como psíquica, sobre el miembro más vulnerable de la pareja, no ha dejado de ser noticia en los informativos con tanta frecuencia últimamente que su cadencia debería hacernos reflexionar al respecto bastante más de lo que lo venimos haciendo, y eso que sólo se exponen a la consideración de la opinión pública –mucho me temo- aquellos casos quizá más extremos, incluso en épocas de bonanza económica, que por regla general – por no decir en su totalidad- afectan siempre al mismo miembro de la pareja.

El pasado día 11 de julio, sin ir más lejos, el dueño de un bar del Eixample de Barcelona fue detenido por las fuerzas de orden público tras apuñalar a su esposa. Aun así, la sociedad en general no parece haberse inmutado. Francamente, no sé a qué estamos esperando para poner fin de una vez por todas a esta lacra social, que deja a la condición humana a la altura del betún.

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En un mundo que presume de avances sociales, tecnológicos y morales, hay un virus antiguo que sigue latiendo bajo la superficie, “el egoísmo”. No se trata de una simple preferencia por uno mismo, sino de una actitud enquistada que se manifiesta, con demasiada frecuencia, en la avaricia y la indiferencia hacia quienes solo aspiran a algo tan básico como vivir con dignidad.

Muchos se interesan por mi opinión sobre el nuevo papa. Y yo que sé. Un montón de personas, alguno de mi familia, hablan de Robert Frances Prevost como si le conocieran de toda la vida. Ciertamente, estuvo en Málaga durante unos días en mi querido Colegio de los Olivos, lo hizo en función de su cargo dentro de la Orden agustiniana. Anecdóticamente, tengo un ahijado que comió con él en una ocasión. Pues muy bien.

Existen hoy periodistas, si se les puede llamar así, que buscan la conformidad fácil reivindicando un ateísmo moderno y un antitradicionalismo de manual progre, y perdonen, pero no estoy de acuerdo. Es triste que basándose en tópicos y estereotipos que son minoría en muchos sentidos, se pierda el respeto a las tradiciones y a la cultura religiosa, que es mucha.

 
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