“Hassen, to hate, detéster”, odiar. El quiasmo inserto en este título ayuda a pensar fuera de su propia retórica: si hay odio en la cultura, ¿qué cultura subsiste, al fin, en una sociedad civil? Según la RAE, “odio” se define en términos de “aborrecimiento, aversión, rencor, antipatía, desprecio, fobia, inquina, encono, rabia, tirria”. El odio empieza por casa, a veces en forma de prejuicio. El pre-juicio, en sí mismo, no daña: se trata de una suerte de metonimia que se figuran las personas para diferenciarse, alertar acerca de determinadas situaciones atento a sus miedos; ubicarse en una posición preliminar cuando van a debatir, cotejar o compartir ideas. Sin embargo, como decía William James, “hay algunos que creen que razonan y lo único que hacen es afirmar sus prejuicios”. Sigmund Freud en “El malestar en la cultura” advierte que el odio al padre no superado se transforma en pulsión de muerte y agresividad, sobre todo, en las sociedades irracionales. El odio estructura. Así, es más fácil identificarse con quien se nos parece, mediante la invocación de un (presunto) amor al padre, que solo incluye, obviamente, a los que comparten la misma comunidad de intereses. Esta identidad segregativa une a los grupos; un fenómeno común, que no debemos asimilar al odio narcisista y mucho menos, al odio paranoico que destruye pues, instalado en su goce, le es cómodo al sujeto, excluir y fomentar endogamias: “no pensás como yo, no te invito a mi cátedra”. “Mejor, cambiemos de tema”, etcétera. (Versión liviana del odio, cuanto menos en su versión fóbica…) El siglo XXI puede dar clases acerca de los beneficios que conllevaría el vivir en paz sin enfrentar al otro, evitando de tal suerte, conflictos que pueden llegar a ser bélicos. El fracaso, sin embargo, puesto de manifiesto con las guerras regionales de desgaste, tanto en Medio Oriente como en Europa (no olvidar los enfrentamientos tribales en África) plantea un clima incierto de pre-guerra mundial. Todo, sazonado por los discursos políticos de algunos líderes autocráticos, cualquiera sea su ideología, que justifican, refrendan o estimulan barbarie. Las guerras surgen del odio, allí donde no alcanzaron las palabras o cuando estas se usaron para degradar, denostar y fulminar lingüísticamente al otro. El lenguaje humano es así, aunque dice siempre más allá de lo dicho (un escucha avezado conoce acerca de la casi nula literalidad de la lengua). En efecto, éste no sólo expresa, crea mundos, designa: cumple, entre otras, una función conativa. El filósofo británico Alfred Whitehead solía decir que en el estudio de las ideas, se observa insistencia en una supuesta objetividad que sólo refleja un origen sentimental e intereses disfrazados de “reglas”. Y Umberto Eco advertía sobre la necesidad imperiosa de enseñar a interpretar los signos de la cultura desde edad temprana. Pero cuando nos quieren hacer pasar gato por liebre a martillazo evidente y repetido, no muchos pueden distinguir ficción de realidad: se convencen a sí mismos y difunden estas distorsiones, todo lo que produce un entramado muy complejo, difícil de deconstruir para evitar conflictos. En mayor o menor medida, los sujetos que no alcanzaron la prohibición en su infancia debido a su matriz familiar o que la ignoran por estructura, es común que busquen culpables por doquier, sin hacerse cargo de lo propio. Así, cuando los gobiernos no cumplen su tarea (o delinquen), es habitual oír que no es justo esperar de la sociedad razonamiento alguno pues no hay ejemplos “desde arriba”… ¿Los “adultos” necesitan ejemplos morales como si fueran infantes desbocados de colegio? ¿Si “los de arriba” delinquen, les está “permitido” moralmente a “los de abajo” delinquir? Este, el argumento, ¡eureka!... Y peor, prestigiosos intelectuales abrazan discursos análogos y los declaman sofisticadamente como verdades, creyéndose realistas. Convivir en democracia constituye un esfuerzo racional. (El inconsciente, dejárselo al diván…) Si tal democracia se organizó representativamente como república, la cosa pública demanda, no porque sólo satisfaga la retórica de “la ley” sino, sencillamente, debido a que las instituciones están para distribuir el goce y mediar entre el egoísmo de algunos sujetos y la desgracia de otros. ¿Por qué pagar impuestos?, se preguntan todavía en el siglo. A nadie le gusta, claro, a menos que sea un torturado masoquista. Sin embargo, la respuesta es sencilla: vivimos en sociedad, somos intersubjetivos. Nuestros gobernantes, adhiramos o no a sus ideas partidarias, no son padres de la horda sino funcionarios que deben servir a sus ciudadanos y habitantes, los hayan votado o no. Y cuando la población es numerosa, no puede reunirse en un espacio público para decidir como en una pequeña isla: el número excede esa posibilidad. Las instituciones se crearon para resolver la dificultad de poblaciones enteras que necesitan gestión, esto es, que se organicen y presten servicios, y quien haya leído sobre el mito de Antígona, no querrá repetir su tragedia en pleno Siglo XXI. (Supongo.) La difusión de fobias e inquina no coadyuva, pues, a la paz interna. Genera cultura, en el sentido antropológico más amplio del término. Pero no toda cultura civiliza. En su caso, se tratará de una cultura del odio, repetida patológicamente hasta el cansancio, que destruye. Es que cuando el rencor y la exclusión son superiores al deseo (de civilizarse), total “a mí, qué, si no me toca” – repiten algunas adormecidas consciencias para sí - se corre el riesgo de que se transforme el país que habitamos en un drama anómico. La anomia - falta de reglas, falta de ley (en sentido jurídico y psicológico) – se lleva de maravilla con el caos y la venganza. Provoca daños irreparables y desespero.
Les dejo la inquietud; incluidos están los “objetivos y realistas”.
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