Hay muchas maneras de definir “ley”. Y otras tantas, de abordarla. Para la Real Academia Española, existen varias acepciones. Regla constante que rige situaciones o cosas; precepto dictado por autoridad competente; relaciones existentes entre los diversos elementos de un fenómeno, etcétera. Y, coloquialmente, “le tengo ley”, es decir, lealtad y fidelidad (“le tengo fe”). Para la Sociología del Derecho, la ley es una norma jurídica que promueve, regula y desalienta prohibiendo conductas. Esta debe estar escrita aunque la costumbre es también fuente de derecho, en Argentina si fue receptada por la jurisprudencia o por los reglamentos administrativos. Las derogaciones legislativas implícitas son pésima técnica normativa: los abogados nos atenemos a la letra de la norma como regla hermenéutica primera. Por tanto, los legisladores deberían evitar el delegar conflictos innecesarios a los poderes judiciales, cuanto menos legislando con la mayor pericia posible.
A algunos pensadores, les producen tirria las traslaciones semánticas de unas disciplinas a otras, sobre todo en el orden jurídico, si además de ser abogados no son sociólogos o filósofos, semiólogos. Los profesionales suelen ejercer sus saberes en su mera dimensión interna… Más cerrado es un sistema cognitivo, mayor precisión habrá, dicen, pues cada disciplina tiene su ciudad prohibida. Sin embargo, si “el que mucho abarca, poco aprieta” pudiera dar cuenta alguna vez de lo contrario, ese “abarcar” enriquecería y profundizaría el razonamiento pues dejaríamos de dar por ciertos los caminos, suficientemente transitados. Por ejemplo, que la vida política y social es compleja y que los sujetos insertos en ella pulsamos como cualquiera. Las instituciones las dirigen personas que tienen deseo o se encuentran instaladas en su goce porque dejaron de desear e insisten, reiterando al infinito sus errores. Otras idealizan los sistemas y se fanatizan, apegándose a los reglamentos al pie de la letra, desconociendo el fin primero por el que fueron elegidas para gobernar, legislar, decidir o participar como ciudadanos.
La ley para el Psicoanálisis se vincula a la prohibición del incesto. Aunque existen seres” adultos” que no se civilizaron por estructura o por su historia familiar. Delinquen o van por la vida descargando culpas. Los ciudadanos no clasificamos psicológicamente en el orden político, pero cuando el descontrol es grande y contagia (desde el poder al pueblo o desde “abajo” hacia “arriba”), no está mal tener en cuenta que cuanto más ampliemos el horizonte por conocer la naturaleza del conflicto, más evitaremos culturas que fomenten poca lucidez y muchas psicopatías.
Por razones de brevedad no voy a describir las distintas teorías iusfilosóficas que estudian la ley como concepto primordial de la convivencia democrática. La Constitución es la norma fundamental; no es necesario adherir a Hans Kelsen para gobernar ni ser gobernados sobre la base del “deber ser” y de la “ley”, que van de la mano. En los regímenes occidentales, hoy ni un infante negaría la urgencia de respetarla, ni que es imposible vivir en democracia sin acuerdos políticos, imprescindibles para bien legislar y gobernar. Sin embargo, las instituciones son dirigidas por personas. Y así como el sujeto tiene sus pulsiones de vida y de muerte; combina objetos, deseo y goce a su gusto, en la época, la ley ha dejado de poseer la sacralidad de antaño. Me aclaro.
Le debemos a Michel Foucault, por ejemplo, sus estudios críticos sobre el saber. Descentraliza, en efecto, todo sistema de ideas a partir del poder, introduce una mirada de reversa. El tiempo transcurrió, la ley perdió el peso de antes, cuando era considerada de inspiración divina y por tanto, universal, estática, digna de ser reverenciada sin más. El Derecho natural dejó paso el Derecho positivo. Y con el aporte de las Ciencias Jurídicas basadas en la filosofía analítica, de las miradas cognitivistas, de los estudios lingüísticos y de la cultura, de muchos positivismos, desde la postmodernidad globalizada, lejos de aquella consciencia de Emanuel Kant (un deber ser menos dinámico y poco contextual), parecería que las cosas cambiaron. Así, la llamada zona de reserva legal, principio caro a las democracias (“todo lo que no está prohibido, está permitido” y “nadie puede ser obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no prohíbe”), se transformó en una suerte de “nada está prohibido” (que, subjetivamente opera en la psiquis como “está todo permitido”). El Derecho continúa sosteniendo su “pirámide”, pero un país puede exhibir la mejor ley escrita, haber designado a sus mejores juristas como jueces o legisladores y, sin embargo, la velocidad y sobreabundancia legislativas terminan por ocultar lamentables desbordes colectivos.
Los abogados (también, los filósofos del Derecho y semiólogos) sabemos que la ley no se sanciona y promulga para ser manipulada ni interpretada impudorosamente. Incluso, aunque muchos consideramos que una ley debe ser justa (no sólo razonable), esta idea posee una dificultad hermenéutica a la hora de decidir, porque el texto legal limita, aunque sepamos que la literalidad del lenguaje es relativa. Por suerte, la mayoría de los Altos Tribunales permiten que los jueces inferiores se aparten de su jurisprudencia, siempre y cuando fundamenten adecuadamente sus disidencias a la hora de dictar sentencia.
En las sociedades que no pertenecen al sistema sajón del common law, en el que el respeto consuetudinario a la ley se instaló como una inquebrantable moral jurídica atento a la costumbre incorporada y escrita, en los países de tradición continental, en cambio, se aplican normas que terminan develadas por los jueces habida cuenta de un exceso de velocidad legislativa que provoca conflictos. La cosa podría resumirse así: en el Derecho comparado la tensión entre legislación y jurisdicción cede hacia los jueces o legisladores, según la Constitución de cada país.
Al no existir precedentes concretos incorporados como addendas a los códigos, sino que la norma se completa con la interpretación última a cargo de los tribunales, la ley que no pertenece al sistema sajón termina por desnaturalizarse. Veamos: el argumento de que el common law privilegia el Derecho de “los sabios” (“unos pocos”), mientras que el nuestro de tradición continental prefiere atender la voluntad del pueblo a través de sus representantes políticos que sancionan las leyes abre el juego a debates locales interminables. Y las incongruencias normativas se despejan al fin cuando intervienen en última instancia los jueces. Lo que demanda tiempo y gastos causídicos.
¿De qué habla la gente cuando marcha pidiendo “Justicia”? Si esta metonimia se reduce a los poderes judiciales, un inmerecido desprestigio se atribuye sólo a los jueces. Todo, atento a normas redactadas en forma ambigua e imprecisa, lejanas a la realidad, difíciles de ser cumplidas. Entonces, el mensaje implícito: “ya que los acuerdos son el sustento de las democracias, aunque la ley convierta su vigencia en un proceso burocrático y hasta retórico, cuanto menos continuamos conviviendo, la república se respeta”. Se ocasionan crisis en la representación política; la consecuencia no querida, si los ciudadanos no cumplen la ley (ni con la prohibición fundante del incesto), la anomia… Los mitos y la Historia ¿enseñan? La ley debe ser aceptada también subjetivamente, no basta con que pertenezca al orden político, jurídico y social. He ahí el meollo del asunto.
Cuando una sociedad vive la ley como un objeto pulsional (es “consumida” porque sí, como un mal necesario, restándole su valor intrínseco de mediación para evitar violencia o se la denigra, delinquiendo) y los gobiernos la reducen a mera retórica después de infinitas y cansadas negociaciones, esta especie de confusión colectiva, que también a ellos les incluye, genera dolor y pobreza. Además de leyes mal escritas y muchas veces, gobiernos desinformados e impunes.
Ningún ordenamiento jurídico es perfecto. Lo perfectible es su conocimiento. Pero sin una inquietud intelectual mínima (desinteresada y honesta), nos condenaríamos a repetir crisis irresolutas, siempre tras los mismos telones. Como Sísifo…
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