En medio de la vorágine de la vida moderna, donde la juventud parece ser el estándar de valor y el ascensor hacia el futuro, a menudo olvidamos el invaluable tesoro que representan nuestros ancianos. Son como pozos de sabiduría, con profundas raíces que se extienden hasta los cimientos mismos de nuestra existencia. Sin embargo, en muchas ocasiones, son tratados como meros objetos de contemplación, relegados al olvido y abandonados a su suerte.
Recuerdo a mi abuelo, un hombre de manos gastadas por el trabajo duro y una mirada llena de historias por contar. Él me llevaba en hombros, me enseñó a cuidar el campo, contemplar el sonido de los grillos y de los pájaros, me acercó a la naturaleza y a la vida. Mi abuela también fue un complemento especial al amor que me daban mis padres, estaba totalmente dedicada a sus nietos. Para mí, fueron un faro de sabiduría en medio de un mar de incertidumbre. Pero desafortunadamente, no todos tienen la suerte de contar con el amor y el cuidado de una familia. Muchos ancianos son abandonados a su suerte, enfrentando el paso del tiempo en soledad y abandono. La reciente pandemia nos ha mostrado de manera dolorosa la fragilidad de su existencia, con tantos de ellos sucumbiendo ante la enfermedad, sin acceso a la atención médica adecuada ni al apoyo emocional necesario. Sin embargo, en medio de las sombras densas que amenazan con cubrirnos por completo, también hay destellos de luz y esperanza. Héroes anónimos emergen de la oscuridad, con manos dispuestas a ayudar y corazones rebosantes de generosidad. Médicos, enfermeros, cuidadores y tantos otros, arriesgan sus vidas día tras día para brindar atención y compañía a aquellos que más lo necesitan. Es en estos gestos de solidaridad y compasión donde encontramos la verdadera esencia de la humanidad. La pandemia nos recordó la importancia de valorar a nuestros ancianos, de honrar su legado de sabiduría y experiencia, y de reconocer su dignidad inherente como seres humanos. No podemos permitirnos olvidar su sacrificio ni desestimar su contribución a nuestra historia compartida. El sentido del sacrificio se plasmó en ejemplos como personas que renunciaron a su respirador para que se lo dieran a jóvenes. Ojalá que este dolor no sea en vano, que nos impulse a construir un mundo más compasivo y solidario, donde cada persona sea valorada y respetada por igual. Que aprendamos de los errores del pasado y nos comprometamos a construir un futuro donde nadie se quede atrás, donde cada anciano sea honrado y cuidado con el amor y el respeto que merece. Además, es crucial reconocer el potencial laboral de las personas mayores de 55 años y fomentar su participación en el mercado laboral. Muchos de ellos poseen una vasta experiencia y habilidades valiosas que pueden contribuir de manera significativa a la fuerza laboral. Es fundamental que el Estado implemente políticas y programas que incentiven a las empresas a contratar a personas de edad avanzada, proporcionando beneficios fiscales u otros incentivos que reconozcan su contribución y promuevan la inclusión laboral de este sector de la población. Es una medida justa y necesaria para aprovechar el talento y la experiencia de los ancianos, al tiempo que se promueve su integración activa en la sociedad. Por desgracia, el capitalismo salvaje de algunas empresas como multinacionales hizo que fueran material de deshecho una vez “chuparon” lo mejor de su fuerza laboral. Pero hemos visto en las recientes crisis que el correr mucho y sin mirar las inversiones hizo que la realidad se desenfocara: la potencialidad juvenil debería compensarse con la sabiduría de personas de más edad.
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