De la generación del 98, germinó unánimemente la idea de la “regeneración”. Fue la
constatación de una necesidad imperiosa, surgida de aquellos hombres que estaban
investidos del juicio imparcial de la realidad, y altamente capacitados para hacer una
reflexión autocrítica.
La conciencia de esta necesidad, se fue gestando a causa de la situación general de
la España de aquella época, en la que la pérdida de las colonias, solo fue la
culminación de una catástrofe anunciada que produjo la reacción emotiva que dio paso
al reconocimiento de los errores cometidos y a la necesidad de un propósito de
enmienda.
Con todo, la reacción de aquel grupo de pensadores, que por su clarividencia y su
arraigado discernimiento en el ámbito del razonamiento, estaban llamados a orientar el
futuro de España, no fue capaz de establecer una toma de conciencia generalizada.
Más un sigo después, la regeneración ética, política y social en España, sigue siendo
un clamor unánime. La diferencia es que hoy nos tropezamos con el vacío que
produce la incomparecencia de los hombres, que para orientar nuestro destino,
pudieran ostentar la fuerza moral y el conocimiento profundo que tuvo aquella
generación.
Lamentablemente, desde los diferentes ámbitos del poder, quienes nos dirigen o
aspiran a dirigirnos, por sus manifestaciones grandilocuentes, intentan parecer justos
ante los ciudadanos, pero si las analizamos a la luz de la realidad, en sus palabras,
solo encontramos hipocresía e iniquidad.
Son innegables maestros de la incoherencia y auténticos expertos en navegar en el
proceloso mar de la confusión, el embrollo y el enredo; son especialistas en afirmar
hoy, exactamente lo contrario de lo que dogmatizaban ayer, lo que no es obstáculo
para que, sotto voce, en los corrillos y mentideros políticos, den ya por amortizado a
algún amo del cotarro si sus intereses no llegan a hacerse realidad. Y es que la
hipocresía, hija directa de la mentira, nace de la debilidad moral y la cobardía.
Los dirigentes de nuestra sociedad, han acumulado la impudicia necesaria para falsear
y embaucar con la mayor sinceridad, mientras se autoerigen sin el menor empacho, en
adalides justos, angélicos e impolutos.
En la actual situación política, pillados de nuevo —una vez más— con el paso
cambiado, haciendo gala de su natural prepotencia y procaz soberbia, en vez de
dialogar y llegar a los acuerdos que el país necesita, se dedican a arrojar sobre el de
enfrente sus propias heces. Como si los demás fuésemos idiotas. ¡Que lo somos! A fin
de cuentas, no dejamos de ser meras marionetas en manos del poder.
Y es que la mayor de las maldades, se produce cuando la hipocresía, la falsedad y los
intereses partidistas, se ocultan tras la máscara de una pretendida inocencia.
Pero no nos engañemos: más allá de toda consideración moral, aquellas personas que
hacen de la mentira la base y sustento de su proceder, han de ser maquiavélicamente
inteligentes en su puesta en escena. Quién miente, ha de pensar más que quien dice
la verdad, pues por fuerza debe afianzar la coherencia de sus argumentos, controlar
sus emociones y prestar atención a sus propios movimientos para no delatar su
verdadero pensamiento, ya que de no acertar en el elogio de sus maniobras y
jugarretas, sin que los demás se aperciban de su hipocresía, sus palabras y sus actos
pueden causar un efecto contrario de rechazo, y terminar siendo objeto de la rechifla y
mofa de quienes les escuchen, con el consiguiente descrédito y deshonra para su
persona, pues el que miente en una cosa, faltará a la verdad en todas.
Generalmente estas actuaciones las protagonizan aquellas personas que están
obsesionadas en negar deliberadamente la verdad efectiva y hacen de la mentira su
afán cotidiano con la intención de cambiar un determinado estado de opinión.
Hay una sentencia que dice que la rosa no florece en el pantano. El terreno de la
política, es un campo fértil en el que vemos como anida la miseria, hija poderosa del
infausto matrimonio formado por la envidia y el resentimiento, la peor consecuencia de
la incapacidad y el conocimiento de nuestra propia insolvencia que nace del miedo. De
ahí que quienes causan el mal conscientemente, no lo hagan porque sean fuertes,
sino por todo lo contrario. Es entonces cuando para lograr los intereses particulares
perseguidos, sustituyen su insuficiencia por la hipocresía y la falsedad, ocultándolas
tras la máscara de una falsa ejemplaridad, que es la mayor de las corrupciones.
La firmeza de sus mentiras no es más que pura teatralidad; practican con la mayor
naturalidad el arte de representar integridad por medio del engañoso disfraz o la
seductora máscara, disimulo y fingimiento por excelencia. Nos muestran rocío donde
no hay más que agua corrompida, utilizando la palabra con una actitud, que de
manera más o menos hábil, encubre o desdibuja la verdad. Es lo opuesto a la
sinceridad, a la verdad o la franqueza.
Nada hay más perverso y pervertidor que la hipocresía. No solo porque ofrecen
esperanza y proporcionan decepción, sino porque lejos de sustentar su promesa en la
realidad, esta se sostiene sobre una farsa de la autenticidad, con la que tratan de
hacerla más digerible a mentes ingenuas que previamente se ocuparon de enfermar.
La palabra sirve —o debería servir— para explicar el significado de las cosas, de
manera que el que las escucha, entienda su sentido. Sin embargo, cada día vemos
como nuestros dirigentes las hacen confusas, retóricas, sin sentido, o lo que es peor,
tratan de esconder en ella una doble significación, tergiversando la realidad, creando
de este modo confusión, desconcierto, inseguridad y desconfianza.
España está atravesando una situación mucho más delicada de la que nos
imaginamos y los españoles todos, nos merecemos una profunda reflexión por parte
de nuestros dirigentes, reconocimiento de sus faltas y rectificación de actuaciones
para que procedan, fieles al compromiso libremente adquirido, a servir a los intereses
de la nación y no a la miope quimera de sus rendimientos parroquiales. Algo que no
admite discusión es que los intereses generales del país, están por encima de los
intereses de partido. Desafortunadamente, nunca más que ahora, aquellos que dicen
representarnos, necesitan de modo especial de la fortaleza, conocimiento y sentido de
la responsabilidad necesarios para ser hombres de estado, como contrapunto a la
maldad, falsedad, hipocresía, egoísmo desaforado, disipación y ausencia de valores
humanistas que les rodean.
No se dan cuenta que lo peor no es cometer un error, sino tratar de justificarlo, en vez
de asumirlo como constatación de su torpeza o ignorancia, porque al final, su
contumacia se convertirá en un arma letal que acabará disparándose contra el que la
emplea.
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