Desde siempre, me corroe la envidia cuando leo a Vargas Llosa. No sé si sana o insana (¿existe la envidia sana?), pero envidia, al fin y al cabo. Ha muerto el genio literario en los inicios de esta semana santa. Eso no se lo envidio, aunque es ley de vida, pero sí su prosa, a la que es aplicable aquella frase de Paul Valéry que tanto citaba el maestro Umbral: “la sintaxis es una facultad del alma”. Y es que la escritura del peruano iba mucho más allá de la prosa y nos condujo, como nos seguirá conduciendo en las sucesivas relecturas, a un universo de diseño fabricado “ad hoc” para cada una de sus narrativas. Nos deja, pues, sintaxis y muchas más cosas, ya que sus páginas están llenas de penetración psicológica y de facilidad narrativa, aunque huérfanas de moralina barata y muy por encima siempre de las propias ideas del autor, con esos personajes a los que, apenas pergeñados, le bastó con darles cuerda para que existiesen por si mismos.
No ha sido Vargas admirado en ciertos ámbitos políticos e ideológicos. Su adscripción al liberalismo o, lo que es lo mismo, su rechazo, tal vez apostasía, del colectivismo, le ha costado una especie de ostracismo del Olimpo intelectual y ortodoxo de la progresía, que no deja de admirarlo, pero con la boca pequeña, como con miedo a pasarse en el elogio o el encumbramiento.
En todo caso, qué le vamos a hacer, ha sido un genio de la pluma, equiparable a los maestros rusos decimonónicos y a todos los gigantes de la narrativa, como el propio Flaubert, al qué admiró y sobre el que escribió “La orgía perpetua”, ensayo dedicado a “Madame Bobary”. Su óbito es uno más de los que se van llevando a nuestros referentes. A mí, se me han ido Sabato, Eco… y ahora Mario.
Empecé a leerlo allá por los setenta del siglo pasado (cosas de mi edad ya provecta) en el contexto del llamado “boom hispanoamericano”, entre el fin del bachillerato y los primeros cursos de universidad. Leíamos también a Cortázar, García Márquez o Borges. Con el tiempo y la perspectiva, Mario fue permaneciendo por encima de modas literarias, perfilando un universo literario amplio y aplastante, al que dio continuidad a través del tiempo y de las circunstancias para deleite intelectual de sus lectores.
Son muchas las novelas y los ensayos. Creo que solo con su primera época se justificaría todo lo que aquí se ha dicho; esa época la culmina “Conversación en la catedral” (“¿cuándo se jodió el Perú?), que refleja todos los tics y las realidades de la América que se ha dado en llamar, no sé por qué, “latina”, en aquel contexto y en aquellos días. Después, obras cumbre como “Pantaleón y las visitadoras” o “La tía Julia y el escribidor”, para alcanzar la excelencia en “La fiesta del chivo”, a partir de la cual, si ya no era poco lo anterior, siguió narrando sobre todo lo que se le puso por delante (“El sueño del celta” o “El paraíso en la otra esquina”, por poner dos ejemplos significativos). Todas tienen en común su endiablada capacidad para contar historias desde dentro, como un testigo omnisciente y a la vez imparcial del microcosmos elegido para la narración. Como dije más arriba, sin moralinas (que no es lo mismo que sin moral). Su apuesta personal, como defensor de la libertad, la dejó en innumerables ensayos, aunque también escribió algunas obras de teatro, la última de ellas “Los cuentos de la peste”.
En el discurso de aceptación del Nobel, afirmó: “sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real.”
En tiempos de censura creciente, poco se puede añadir. Descanse en paz, Mario. Nos queda su obra.
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