Hay quien el dicho “más vale tarde que nunca” le sabrá a consuelo agridulce, y hay quien dirá, no sin razón, que la justicia espera a juzgar a los genocidas cuando ya casi yacen en su lecho de muerte. Pero no cabe la menor duda de que el proceso contra tres líderes de los Jemeres Rojos, una de las más brutales dictaduras del siglo XX, es una victoria de la democracia en un país que, lentamente, lucha por recuperar su memoria histórica.
Los Jemeres Rojos gobernaron Camboya con mano de hierro entre 1975 y 1979. Su ascenso se produjo en el contexto de la descolonización francesa de Indochina y, sobre todo, al calor de la Guerra de Vietnam (1965-75). Hoy se sabe que Washington (o más bien el dúo ejecutivo que formaron el entonces presidente Richard Nixon y su Asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger, ya que el Congreso no conoció las operaciones hasta mucho tiempo después) llevó a cabo una guerra secreta e ilegal, que consistió en el bombardeo intensivo de las zonas fronterizas.
Los números son reveladores: entre 1969 y 1974, EE.UU. dejó caer en Camboya más bombas de las que explotaron en Europa durante la Segunda Guerra Mundial; para ello se necesitaron unas 3.500 misiones aéreas; el resultado se calcula en aproximadamente 600.000 víctimas mortales, sobre todo entre la población campesina. Que este genocidio se mantuviera en secreto (y parece que así fue, al menos en toda su magnitud) es quizás lo que más sorprende.
Los historiadores debaten acerca de si hubo o no una relación directa entre la campaña estadounidense en Camboya y el triunfo de los Jemeres Rojos, que llegaron desde la selva después de décadas de luchar como guerrilla, y tomaron Phnom Penh, la capital, en abril de 1975. Aunque parece indudable que la suerte política de Camboya corrió paralela a la de la vecina Vietnam. Sin ir más lejos, cuando los Jemeres Rojos entraron en Phnom Penh, invitaron a la población a abandonar la ciudad –y se hizo de forma pacífica– precisamente bajo la excusa nacionalista de que se producirían bombardeos americanos.
En la evacuación casi total de las ciudades camboyanas había señales tempranas pero inequívocas de lo que sería un gobierno enloquecido, que tenía una visión agrícola radical del comunismo, y que por lo tanto renegaba de todos préstamos de la modernidad occidental: desde los cines y los periódicos hasta la educación y la medicina. No es de extrañar, pues, que dos millones de personas fallecieran entre 1975 y 1979, aproximadamente un veinticinco por ciento del total de la población, por causa de la violencia, el hambre y las enfermedades. La mayoría perecieron en campos de trabajo. En términos relativos, esta sería la dictadura más mortífera de la historia.
Los nombres a juicio son Nuon Chea, 85, ideólogo del movimiento, Khieu Samphan, 80, exjefe de estado, e Ieng Sary, 86, antiguo ministro de exteriores. Un cuarto acusado, Ieng Thirith, 79, fue absuelto de antemano ya que padece alzheimer. En cuanto al verdadero cerebro de la masacre, Pol Pot, murió bajo arresto domiciliario en 1998, dentro de uno de sus campamentos en la selva. El efecto del juicio es mediático, pero es también un bálsamo psicológico: Camboya todavía lidia con los fantasmas de su pasado y son pocas las familias que no vieron a alguno de sus miembros morir por causa de la dictadura.
Henry Kissinger, por si alguien no lo sabe, recibió el Premio Nobel de la Paz en 1973, y morirá tranquilo. La justica, cuando llega así, parece una comedia negra. En una palabra, se juzgan cadáveres. Pero digamos que, sí, más vale tarde que nunca.
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