Un escalofrío debería haber recorrido la UE ante lo que se gestaba a las orillas del Danubio. Y no fue así. No fue así, entre otras cosas, porque la Unión pelea con uñas y dientes por su supervivencia como mercado. Solución, que al fin y a la postre parece la única unión posible en este viejo y cansado Continente. Hace ya un año que deberian haber todas las alarmas democráticas en Bruselas ante el monstruo que emergía de entre los muertos en Budapest. Y salvo cuatro pelmas,ensoñadores de una Europa de ciudadanos libres, las burocráticas, pesadas y lentas reacciones de los organismos pertinentes de la Unión Europea, dejaron que la criatura de Orbán fuera creciendo, hasta parir una caricatura siniestra de Vichy con mucho gas. La tardanza de la Comisión, acuciada por asuntos de índole financiera, no hace sino crear un regusto amargo, fomentar una desagradable sensación, pues nos hace pensar que de no mediar una crisis como la que estamos padeciendo, todo hubiese quedado diluído en vagas notas de repulsa. Y hubiésemos tragado con la hiel magiar. Debemos ser radicales cuando están en juego los valores sobre los que descansa el Estado de Derecho. La fiebre magiar no es un caso aislado, aunque sea el más visible de una infección vieja y enquistada. Hasta su ingreso en la UE, no hace aún una década, ninguno de estos países que van del Golfo de Finlandia al Mar Negro, con la excepción de la extinta Checoslovaquia, conocieron la democracia. Lo más parecido, nuestra maldada "democracia orgánica". Ora Lituania, ora Letonia, la capital del Vístula o la Tracia. Cada poco tiempo "iniciativas" legisladoras en Centroeuropa no van sobresaltan. Y no es el truco o trato de la variante festiva anglosajona de Todos los Santos, porque ni hay truco, ni piden trato. Cierto que cuentan con partidos políticos modernos y organizaciones cívicas ciudadanas, pero están inmersos en unas mayorías no solo no educadas en valores democráticos sino denostadoras de los mismos a la mínima ocasión. Y buena culpa de ello la tenemos todos, pendientes de nuestros ombligos, convencidos algunos de que con la unión económica vendría de la mano la reconversión democrática. No son buenos tiempos para la lírica, pero o nos podemos a trabajar por una progresiva unión política, donde sus miembros se avengan a suscribir unos sólidos fundamentos de libertad, sobre los que edificar la arquitectura europea, o estamos perdidos. Ahora es Hungría, un país de 93.000 km2 y unos 10 millones de habitantes. Una llanura cuyo peso político y económico en la UE es modesto. Un país cuyo presidente ya nos dice que si renuncia a parte de su nuevo orden político, lo será por la fuerza y no por el convencimiento. Descorazonador. Entonces ciudadanos, ¿quién podría hacer de teniente Ripley en el caso de una deriva a la Transleitania, cuyo papel estelar lo ostentasen estados con un peso específico mucho mayor en el seno de la Unión?. Escalofriante, ¿no?. Entonces no sería un indigesto y frío trago de Vichy. Nicolás de Miguel
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