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Lo que Newt aprende de Nixon

Las profundas debilidades como candidato de Romney
E. J. Dionne
lunes, 23 de enero de 2012, 08:11 h (CET)
WASHINGTON -- Los conservadores pueden denunciar los conflictos de clases, pero al combinar de forma astuta la política de la lucha de clases con la política de las ideologías, Newt Gingrich ganó sus primeras elecciones en 14 años, humilló al candidato conservador favorito Mitt Romney y pone patas arriba al Partido Republicano.

También saca a la luz las profundas debilidades como candidato de Romney, al pillarle con el pie cambiado en cuestiones relativas a su patrimonio, su carrera empresarial o sus declaraciones de Hacienda. A menos que Romney encuentre una forma cómoda y genuina de hablar de su dinero, seguirá presentando al equipo del Presidente Obama un punto débil que será explotado sin piedad. El país está pensando de forma más escéptica acerca del patrimonio y los privilegios como consecuencia de las protestas del movimiento Occupy Wall Street. Romney no ha hecho ajustes.

Gingrich tendió de forma diestra a su rival un campo minado de conflictos sociales, transformando a Romney de su papel articulado de empresario de éxito en financiero sin escrúpulos más interesado en los beneficios que en la creación de empleo.

La opinión generalizada dice que las críticas vertidas por Gingrich contra Bain Capital, la antigua empresa de Romney, no funcionaron porque los Republicanos rechazan los ataques "a la libre iniciativa", fórmula que Romney todavía espera utilizar como mantra protector. Pero aunque Gingrich rebajó el tono de sus ataques contra Bain, sólo lo hizo después de crear un contexto en el que Romney se vio obligado a responder una pregunta tras otra acerca de su posición económica, y metió la pata repetidamente en las cuestiones relativas a sus devoluciones tributarias. Romney anunció finalmente el domingo que hará públicas sus declaraciones fiscales de los ejercicios 2010 y 2011 esta semana.

Todo esto permite a Gingrich poner una pica en Carolina del Sur a cuenta del discurso social. Los sondeos a pie de urna demuestran que Romney sólo ganó en un grupo, el de los votantes que ganan más de 200.000 dólares anuales. Los que ganan menos de 100.000 al año se decantaron por Gingrich con contundencia.

Pero la clase política conservadora siempre se modera a través de la ideología y la cultura, la potente mezcla que el asesor Pat Buchanan puso a disposición de Richard Nixon hace cuatro décadas. Los dos debates de Carolina del Sur ofrecieron a Gingrich una plataforma para su guerra contra esas élites que desprecian los conservadores de a pie.

También está la cuestión de la raza. Gingrich no es ningún racista, pero tampoco se lleva error con el significado de las palabras. Cuando el periodista de Fox News Juan Williams, afroamericano, preguntó frontalmente a Gingrich por las salidas raciales de tono en las referencias de Gingrich a Obama como "el presidente de la ayuda social", el antiguo presidente de la cámara baja le atacó verbalmente, para ruidoso entusiasmo del público. Como para recordar a todos la fuerza de los eufemismos, un partidario elogiaba más tarde a Gingrich por "poner en su lugar" a Williams.

Luego vino el reproche en CNN a John King, que preguntó por la afirmación de la segunda mujer de Gingrich de que su ex marido le había pedido "un matrimonio abierto". Al explotar contra King y contra el periodismo contemporáneo, Gingrich convirtió una acusación peligrosa en un grito de guerra. La conducta sexual anterior importa mucho menos a los conservadores que la oportunidad de hacer reproches a los medios convencionales supuestamente de izquierdas. Gingrich gana entre los evangélicos 2 a 1, lo que sugiere quizá una definición bastante elástica de "valores familiares" -- o un toque confesional en el arrepentimiento de Gingrich.

A través de los ataques implacables a Romney como "el moderado de Massachusetts", Gingrich crea otro vínculo más entre su rival y la élite yanqui rechazada por la derecha del Sur. Se hizo con márgenes de victoria aplastantes entre los grupos conservadores, marginando al candidato más estirado y menos dinámico Rick Santorum.

También hubo indicios en los sondeos de que la hostilidad hacia la confesión mormona de Romney podría haber agravado sus problemas, sin ayuda de Gingrich. Alrededor de una cuarta parte de los votantes de Carolina del Sur decía que la confesión religiosa del candidato importa "mucho" para ellos, y Romney se hizo con un escaso 10% de los votos.

Si hay consuelo para Romney, está es la experiencia de ser el antiguo favorito. A finales de marzo de 1992, la víspera de las primarias de Connecticut, acabé junto a un colega pegados a Bill Clinton en una cafetería de Groton. Clinton nos sorprendió insinuando que prefería perder al día siguiente frente a Jerry Brown, el hoy gobernador de California. Los votantes eran tozudos, decía, y muchos querían anunciar: "No quiero que se acabe".

Clinton tenía razón. Perdió en Connecticut. Pero arrasaba en una serie de primarias dos semanas después, incluyendo los decisivos comicios de Nueva York.

Florida, que acude a las urnas el próximo 31 de enero, es el Nueva York de Romney. Pero hay una salvedad. Clinton era un maestro electoral de lo que curiosamente se ha venido en llamar el toque campechano. Romney hasta el momento no ha demostrado más que ser el maestro de la incomodidad y el engorro, sobre todo a tenor de su patrimonio. A menos que aprenda a navegar por las nuevas reglas sociales nacionales de los privilegios económicos, Romney seguirá estando acosado por el ahora dos veces resucitado Gingrich -- y si sobrevive al reto de Gingrich, por un populista en perfecto estado de nombre Barack Obama.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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