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Etiquetas | Galiardo | Actor

Adiós con el corazón

Se nos ha ido Galiardo, actor y hombre superlativo
Carlos Salas González
sábado, 23 de junio de 2012, 22:00 h (CET)
Este texto lleva el título de la película que le valió el premio Goya al mejor actor protagonista. Él me confesó que no era su mejor trabajo. Vamos, que se lo dieron porque ya tocaba. Le pregunté entonces que cuál era el papel del que se sentía más orgulloso. No lo dudó ni un instante: el de Harpagón, protagonista de la comedia de Molière “El avaro”, en teatro, y el de don Quijote en la adaptación de Gutiérrez Aragón de 2002, en cine.

Lo conocí a finales de 2009, a propósito de un homenaje en Murcia a José Luis López Vázquez, quien había fallecido unas semanas antes. Llegó a la ciudad en su viejo Jaguar. Compartimos mesa y mantel. Me hablaba de Murcia y del rodaje de “Pajarico” junto a su querido amigo Paco Rabal. Se arrancaba a imitarlo. Y cómo no, lo bordaba. Pero no sólo hablaba, gesticulaba y bromeaba. En la distancia corta también sabía escuchar, se interesaba por aquellos que tenía a su alrededor, les abría su inabarcable corazón. Así lo hizo en Cartagena hace poco más de un año. Era la segunda vez que nos veíamos. María Dolores, mi novia, estaba atravesando una mala racha en el trabajo. En torno a unos cafés, Juan Luis mostró su cara más paternal y cariñosa, escuchándola y aconsejándola. Recordó que él había superado tres depresiones. Y ahí estaba, con los setenta bien cumplidos, recorriéndose la piel de toro con su montaje de “El avaro”, nadando a diario en cualquier piscina que se le ponía a tiro y rodando, precisamente en aquellos días, la última película de Álex de la Iglesia. Era un todo terreno, un genio desbocado, un torrente de vida, un arrebato furioso y un pedazo de pan.

Mantuve con él varias conversaciones telefónicas. Pero recuerdo especialmente una. Acababa de salir del dentista y se subió a un taxi. Lo primero que hizo fue pedirle al conductor que apagara la radio, valiéndose del irrefutable argumento de que la conversación que iba a mantener con el señor Salas le resultaría mucho más interesante y divertida. Y en efecto, se inició entonces una charla a tres bandas entre Galiardo, el taxista y un servidor. Fue algo delirante. Casi media hora de cháchara -al parecer se vieron inmersos un uno de esos tremendos atascos de Madrid en hora punta-. La verdad sea dicha, el taxista y yo no hacíamos otra cosa que reír a mandíbula batiente. El que hablaba era él, desbordando su ingenio y haciendo gala de esa simpatía que desparramaba allí donde estuviera, ya fuese en el interior de un taxi, en la mesa de un café, en un quiosquillo de la ONCE o encima de un escenario.

Se nos ha ido demasiado pronto, demasiado de repente. Pero el público no lo va a olvidar. Y aquellos que tuvimos la fortuna de disfrutar de su compañía lo recordaremos siempre con una sonrisa en los labios. Adiós con el corazón, querido Juan Luis.

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