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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno que, aunque es menos visible que el analfabetismo absoluto, tiene profundas consecuencias para los individuos y la sociedad. El analfabetismo funcional podría definirse por la capacidad de saber leer y escribir, sin poder comprender o interpretar adecuadamente lo que se lee y se escribe.
Eso es lo que se pretende con la nueva Ley sobre la enseñanza. Es un axioma, y como tal, no necesita explicación, que un pueblo de incultos de gobierna y domina mejor que otro en el que sus componentes tengan los conocimientos más rudimentales, no ya de una cultura superior, sino de la sabiduría más elemental para encarar la vida con los múltiples y variados problemas que diariamente nos acucian, y separar el oro de los oropeles.
Gracias a Dios y a los esfuerzos del honroso magisterio hispano, hemos pasado de una España alejada de las letras a una población que, en su inmensa mayoría, se defiende bastante bien con la lectura y bastante regular con la escritura. Cada día se lee menos –y bastante mal por cierto- y se escribe fatal una especie de “spanglish” macarrónico lleno de abreviaturas, de “emojis” de signos cabalísticos de todo tipo y de faltas de ortografía.
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