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La cosa no tiene otra transcendencia que la de resistirse a esta tendencia que expandiéndose poco a poco consiste en pretender que las cosas sean lo que no son. La realidad es que ya casi nadie se acuerda de los Camus ni de los Sartre ni de los Marcuse. Y si se acuerda es bien para demonizarlos bien para panegirizarlos. Víctor Hugo (“la máxima del sabio es no exagerar nada” o “de lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso”) ha sido arrumbado, seguramente con desdén.
Cuidado con las simientes de hostilidad sembradas, que nos ciegan y nos dejan sin poesía, o sea, sin ánimo en definitiva. Por supuesto, un ser humano sin latidos es un ser vacío, muerto, incapaz de amar a nadie, ni tampoco de amarse a sí mismo.
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