Una noche de fiesta y alcohol, después de pelear a puñetazos con otros intelectuales como él, concretamente con Jason Epstein y George Plimpton, volvió a casa con un ojo amoratado, un labio hinchado y la camisa ensangrentada. Su segunda esposa, Adele Morales, le regañó. Él sacó una navaja con una hoja de seis centímetros y la apuñaló en el abdomen y en la espalda. Tuvo suerte de no morir.
Todo se olvidó con un año de sentencia condicional bajo libertad vigilada. El 6 de febrero de 1961, tras una lectura de sus poemas celebrada en el Centro de Poesía de la Asociación Hebrea, declaró: «Una década de ira me obligó a hacerlo. Después de eso, egoístamente, me sentí mejor», Norman Mailer.
Puede que sus palabras nos parezcan las que más oportunamente deberían decirse en cada ocasión. Puede que lleguemos a enamorarnos de sus lecturas, de sus novelas, de sus ensayos, de esos relatos en los que siempre brilla un pequeño destello de humanidad. Sin embargo, quién nos dice que todo aquello no deja de ser un perfecto dominio del lenguaje, una demagogia que recluta afectos y los catapulta a la fama. ¿Quién nos muestra que todos los ademanes humanitarios, los actos rebeldes, el desplante ante una comitiva de gobierno no es más que un estudiado y maquiavélico marketing promocional cuyo único fin es el narcisismo, la egolatría y el egoísmo?
En cierta ocasión, Bertold Brecht dijo a su hijo Stefan que la pobreza debía evitarse a toda costa, porque imposibilita la generosidad. Le dijo que para sobrevivir hay que ser egoísta. El mandamiento más importante es «sé bueno contigo mismo». No cabe duda de que detrás de esa filosofía se encuentra un egoísmo diamantino cuyo reflejo incidió con mayor fuerza en las mujeres que el dramaturgo alemán cautivó. Sin ir más lejos, en febrero de 1921, su pareja entonces, una joven llamada Zoff, se quedaría embarazada. Ella quiso conservar a la criatura, pero él se negó: «Un niño ahora destruiría mi paz mental», alegó con la mayor frialdad.
En el caso de Margerete Steffin, todo terminaría de forma más trágica. Steffin, una actriz aficionada a la que Brecht le había dado un papel en una de sus obras y que luego seduciría, decidió seguirlo al exilio siendo su secretaria sin sueldo. Dominaba varios idiomas y se ocupó de toda la correspondencia de Brecht, seguramente movida por amor. Padecía tuberculosis y su estado empeoró gradualmente durante los años de exilio. Cuando el médico, Robert Lund, la instó a internarse en un hospital, Brecht se opuso: «Eso no sirve de nada, no puede irse ahora porque la necesito». De modo que la joven no siguió el tratamiento aconsejado por el médico y continuó trabajando para Brecht. Cuando el dramaturgo alemán se marchó para California, dejó a Steffan abandonada en Moscú, en 1941, con la eterna ilusión de que la llevaría consigo. A las pocas semanas moriría repentinamente, con un telegrama de Brecht en las manos. Contaba tan solo con treinta y tres años.
De Bertold Brecht se han escrito muchas cosas con respecto a sus tormentosas relaciones con las mujeres, pero de lo que no cabe ningún resquicio de falseamiento es del afán auto propagandístico del dramaturgo. Otros escritores como Adorno, Christopher Isherwood o W. H. Auden le tenían por un auténtico hipócrita. De él decían que dedicaba horas enteras a ensuciar sus uñas con tierra para parecer un obrero.
La identificación que Brecht hacía de sí mismo con la clase trabajadora no dejaba de ser una pantomima de disfraces. Sus chalecos de mangas de tela, su gorra y su chaqueta proletaria eran diseñadas cuidadosamente por sastres de los más caros. Carl Zukmayer lo describió como «un cruce de camionero y seminarista jesuita».
Y para completar una obra de imagen y propaganda, que podría estar firmada por el mismísimo Goebbels, Brecht se peinaba de una manera especial, con el cabello sobre la frente, a lo que añadía una barba de tres días, nunca de más ni de menos. Un toque muy «chic» y, ¿cómo no?, muy «solidario».
Sin embargo, es posible que uno de los casos más flagrantes de egoísmo protagonizado por un literato hubiese sido el que describió en un libro de memorias el propio hijo de Evelyn Waugh.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el hambre hacía mella en las casas derruidas y en los ciudadanos, que se movían como ratas entre los escombros. Evelyn Waugh y sus hijos se hallaban resguardados de una de las incesantes amenazas de bombardeo. Frente a ellos había un plátano como único alimento. El escritor británico se adelantó y cogió el plátano. Comenzó a pelarlo, y mirando fijamente a sus hijos les dijo mientras se lo comía tranquilamente: «Esta es una de las lecciones que debéis aprender de la vida. El hambre manda».
Muchos años después de ese suceso, uno de los hijos de Evelyn Waugh describiría ese momento, al que añadiría como comentario suyo: «A partir de entonces jamás volví a creer en ninguno de los textos que mi padre escribiera en sus libros».
Otro de los grandes nombres del siglo ya fenecido, es de Jean Paul Sartre. Tanto el literato y filósofo francés como su compañera de amoríos y deslices Simone de Beauvoir solían decir que las relaciones entre ellos debían tener una serie de condiciones: nada de matrimonio y sobre todo nada de hijos, ya que estos suelen ser muy absorbentes. La pareja quería un vivir rico en experiencias y alcanzar una fama que les permitiera transmitir un pensar nuevo a las futuras generaciones. Habían pactado lo que ellos mismos denominaron un matrimonio «morganático»; una apelación de lo más pomposo, que se emplea para definir la unión de un príncipe con un ser de condición inferior. Simone de Beauvoir, siempre sumisa a los deseos de su «amo y señor» Jean Paul Sartre, se encargaba de buscar jovenzuelas para el «sacrificio sexual» otorgadas a su dios. Así, Blanca Lamblin describe en Memorias de una joven informal la cita que Simone acordó con Sartre. «Estaba turbada y no comprendía nada», cuenta Lamblin. «Era como si quisiera maltratarme llevado por un impulso destructor y no por el natural deseo de iniciar unas relaciones. Me sentí como un uso y disfrute. Como el ser humano que se entrega al sacrificio de un dios para saciar su satisfacción».
Muchos de los grandes nombres de la literatura esconden tras sus líneas una realidad sórdida, inesperada e insólita, que contrasta en gran medida con sus propios pensamientos. Sin embargo, cabe el resquicio de preguntarse si libros como Los hombres duros no bailan o La náusea los hubieran podido escribir Norman Mailer o Jean Paul Sartre, sin haber sido como fueron. Lo único cierto es que, gracias a ellos, nadie puede quitarnos el placer de ver representado La increíble ascensión de Arturo Ui, y no por ello tener que acordarnos de si los trajes de Bertold Brecht eran a medida o no.
|