La paradoja de nuestros tiempos es que son tan intrincados como ramplones. Pese a que secularmente se ha venido imponiendo la reacción y la burda mediocridad, todas las sociedades han alojado el germen del progreso para bien incluso de los más cerriles obturadores de este. Así las cosas, no deja de ser descorazonador habitar sociedades en las que la inhumanidad adquiere, cada vez en mayor medida, carta de normalidad, si bien de manera sutilmente fantasmagórica. Claro ejemplo de esto lo tenemos sin rebuscar demasiado en el negocio de las grandes empresas farmacéuticas, que patrimonializan una serie de hallazgos la mayor parte de los cuales han sido recabados con la ayuda de una financiación pública que no verá revertida tan encomiable inversión en beneficio de los pagadores de impuestos que contribuyeron a esta, pues el espurio negocio está por encima de cualquier otro valor.
Actualmente hay más información acerca de todo, lo que genera mayor impotencia en el ciudadano medio, que opta por el mero pataleo, o por la desazonada asunción, o por la huida hacia adelante incursionando, sin mayores cogitaciones, en el entramado urdido mediante falacias y sofismas.
Hoy en día hemos llegado a un colapso del sistema económico capitalista, lo que ha suscitado una mentalidad de “tonto el último”. Al ser incompatible la creciente tecnologización de nuestras sociedades con paliar un paro erigido fenómeno estructural, y dado que no se percibe un grado de altruismo suficiente en los habitantes de las mismas como para redistribuir la riqueza obtenida una vez alcanzado determinado estadio de desarrollo, no cabe augurar un horizonte demasiado edificante.
Y en ese panorama, tenemos a una serie de grandes detentadores que, lógicamente, no van a estar por la labor de sacrificar sus caudales en beneficio del prójimo o del ecosistema. Estos no necesitan recurrir a la falacia, pues sus presupuestos están apuntalados por sus ingentes privilegios así como por una blindada capacidad de influencia. La falacia está más incardinada en el ámbito político, donde la argumentación es moneda de cambio habitual, si bien no en su faz honesta y honorable, sino como recurso para endilgar con lógica contrabandista determinadas intolerables prácticas. De hecho los partidos son aparatos concebidos para la apropiación de las instituciones por unos pocos, implicados en terribles luchas internas en vez de en emplear sus recursos y capacidad de influencia en hallar fórmulas de solidaridad y bienestar más allá del cosmético lance. Son muchos los frentes desde los que el ciudadano recibe afrentas. En estas sociedades, tan trivializadas, la “hipervelocidad” contribuye a la escasa masticación del producto ingerido. Además, se ha instalado en el común una mentalidad inducida por el aludido estado de las cosas; si alguien parece interesarse por el otro suele ser con fines lucrativos o especulativos, esto es, como medio para algo. Todo es producto de una lógica en la que todo es susceptible de ser convertido en producto. Incluso los valores éticos supramateriales son reivindicados de manera montaraz y “macartista”. También el humorismo se ha tornado sórdido, pues ha perdido sustancia en beneficio de una ingente dosis de frivolidad y lobreguez.
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