FIN. El cursor quedó ahí, junto a la última letra de esa palabra, parpadeando en un bucle imparable, igual que el latido de un corazón joven.
Dejó el ordenador encendido. Bebió agua para aplacar la sed de esa noche de verano, apagó la luz de la cocina y entró al dormitorio. El calor depositaba una fina capa de sudor en la espalda de ella. Seguía siendo tan bella como quince años atrás. Habían pasado juntos tantas cosas, tantos momentos duros y tantísimos otros llenos de felicidad, que eran ya un único ente, formaban un absoluto.
Pasó más de veinte minutos observándola, velando su sueño tranquilo y feliz, su placidez casi infantil, ajena a los peligros del mundo. Repasó de nuevo la carta, esa que guardaba en el cajón de la mesita de noche desde hacía semanas. La dobló minuciosamente, en cuatro partes perfectas y limpias. Abrió el armario, se puso una camisa limpia e introdujo la carta en el bolsillo, en el pecho, junto ese músculo que bombeaba de manera irregular y acelerada. Miró con ojos acuosos el cuerpo desnudo de ella, de nuevo, por última vez.
Salió de la habitación con paso decidido. Antes de salir de casa miró el ordenador, faltaba algo. Sintió una leve convulsión y el ya familiar pinchazo en el centro de la frente. Todo iba demasiada rápido, el diagnóstico consignado en la carta junto a su pecho no se equivocaba. Movió el ratón y se activó la pantalla del ordenador. Colocó el cursor junto a la palabra FIN. Puso el punto y final.
Ahora ya estaba completo el relato. Salió por la puerta de la calle, con paso apresurado, sin mirar atrás.
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