En la sala de espera de la planta de cardiología hay dos chicas muy jóvenes llorando. El abuelo, pobrecito, ¡cuánto vamos a echarlo en falta! –decía la más bajita con un nudo en la garganta.
Los adultos, no todos con semblante triste, están agrupados en dos bloques. Los que están junto a la máquina de café permanecen en silencio. En algunos rostros se aprecia un dolor sincero, en otros, simple indiferencia. Uno de ellos recibe una llamada y se aparta de los demás. Negocios fallidos y deudas; problemas. Vuelve junto al grupo con la preocupación en los ojos. Van a embargar su empresa. Quizás la precipitada muerte del patriarca de la familia sea su salvación.
En el otro grupo familiar, el que permanece más alejado, junto a la ventana, la conversación es dinámica. Tienen que solventar el tema de la herencia evitando al máximo los impuestos. El que parece más serio e inteligente de todos, por lo visto es contable o director de banco, se compromete a gestionar todo.
Acaba de marcharse el de la funeraria. Está todo asegurado con la póliza más elevada. Han suprimido algunos servicios, no vendrá mal el dinero reembolsado. Dos de ellos hacen un aparte y planean qué hacer con el dinero B de la caja fuerte. Dos mujeres del grupo de los silenciosos y un joven que estaba con los otros bajan a la calle a fumar. Al subir al ascensor bromean y se les escapa una carcajada.
Las adolescentes lloran compungidas, no tienen consuelo. ¿Qué van a hacer ellas sin el abuelo?
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