El viajero llevaba tanto tiempo en la estación que casi era ya parte de ella. Iba cargado de equipaje, prácticamente se podía decir que más que de viaje iba de mudanza.
Los demás usuarios subían y bajaban de los ferrocarriles. Él permanecía impertérrito, dejando pasar los trenes igual que dejaba pasar la vida.
Cuando algún empleado, extrañado por su larga permanencia en aquella modesta estación de pueblo, le preguntaba hacia dónde se dirigía, el viajero solo respondía: “lejos, muy lejos. Voy a buscar mi vida”. Nadie se atrevía a decirle, apiadándose de lo cargado que iba, que aquella estación, igual que la vida, solo era de cercanías.
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