Pasan muchas cosas a diario, muchas de las cuales requerirían de actuaciones inmediatas por parte de quien ostenta ciertas prerrogativas, por ser el ciudadano, o grupo de estos, aisladamente, poca cosa a la hora de emprender y acometer ciertas vías de solución, ya que las burocracias estatales se imponen como barreras arquitectónicas ante la desesperación del ciudadano corriente cuando este boga por “desfacer” sobrevenidos entuertos. No hay ya institución que defienda al ciudadano, ni siquiera que lo atienda con un mínimo de solvencia e interés, por lo que todos andamos a la deriva intentando capear el temporal de la mejor manera posible con los modregos aperos de nuestra propia insignificancia.
La suma de irresponsabilidades forja un sistema degenerado que tiende a abotargar a sus pánfilos sostenedores. A los costaleros de la infamia.
El Defensor del Pueblo es una institución testimonial que se defiende a sí misma de su incapacidad para defender consistentemente al susodicho pueblo, sosteniendo su permanencia con el mero sonido de los significantes que portan significados harto sonoros no llevados a la praxis como sería deseable.
El Fiscal General del Estado no es un fiscal de todos y para todos (aunque se apellide “General”) sino al servicio del presidente de turno que lo nombra quitando al que nombró el predecesor… y así todo. Como apuntaba el profesor José Antonio Gómez Yáñez: “La carrera de los altos funcionario es frustrante, dependen de sus relaciones personales y políticas para ascender, no tienen una trayectoria basada en méritos, van de unos destinos a otros cambiando de materia. Pero los políticos siguen encantados de repartir puestos funcionariales. Necesitamos Administraciones estables, con carreras de los funcionarios basadas en el mérito, la jerarquía, la especialización e impermeable a la política. Reducir la cantidad de personas que vive de la política” (1). No en vano, Santiago González-Varas escribía: “para hacer algo de interés hoy día socialmente hay que ser político. El resto podemos aspirar a hacer cosas y cosas, y hasta vivir bien, pero las decisiones o proyectos interesantes quedan en manos de políticos” (2) y continuaba: “para realizar cualquier proyecto de interés hay que seguir la senda del politiqueo” (3), una actividad consistente en aferrarse denodadamente al poder, lo que, como seguía apuntando González-Varas, de poco sirve al cuerpo de ciudadanos, por lo que el catedrático llegaba incluso a vislumbrar la demarquía como alternativa a este estado de las cosas (4).
“Necesitamos un proyecto de país basado en la sociedad, no en la política y las Administraciones” (5), afirmaba Gómez Yáñez, de lo que se desprende que hemos asumido que se trastoquen las esencias de un sistema saludable. Por ejemplo, los subsistemas económico y empresarial habrían de ser subsidiarios de lo social, y el Estado por su parte tendría que garantizar que así fuera, que para eso le detrae impuestos al conjunto de paganinis. Pero nada tiene visos de cambiar hasta que una gran mayoría del conjunto ciudadano, sin grandes alharacas, se ponga en su sitio y exija tranquila y seriamente que las cosas se hagan de otra manera a los “servidores públicos”, que es lo que habrían de ser aquellos que en realidad ejercen como servidores del poder financiero transnacional y que acostumbran a mirar con ostensible desdén a quienes no parecen poder botarlos una vez los votaron.
Influye mucho asimismo en la perlesía social la administración de los relatos que se nos lanzan desde los resortes mediáticos al servicio de los distintos poderes, a los cuales no siempre se accede desde el mérito; de hecho casi nunca van de la mano el esfuerzo y el éxito social; el talento y la capacidad de influencia política, una malversación, esta apuntada, que viene a ser una de las claves de la corrupción residente en el Sistema. Pau-Marí Klose se refería a la desigualdad como una de las claves que refuerzan la percepción de la citada corrupción, que se vería como algo irremisible, puesto que, aunque pueda incomodar, si se quiere progresar hay que pasar por ese aro de una lógica putrefacta, reflexión a partir de la que este profesor llegaba a la siguiente conclusión: “La mejor receta contra la corrupción son las políticas que favorecen la inclusión y la igualdad de oportunidades”, y lanzaba el siguiente consejo: “Acojamos pues con cautela las promesas de profetas que nos anuncian la posibilidad de erradicar la corrupción con un puñado de reformas institucionales, regalando los oídos a la ciudadanía indignada” (6).
Dicha ciudadanía, en efecto, habría de actuar responsablemente no apostando incondicionalmente a unos u otros predicadores ávidos de gloria personal su futuro. Solo así, en un momento dado, el ciudadano medio de la actualidad podría empezar a dejar de ser costalero de la infamia.
Notas (1) Gómez Yáñez, José Antonio: “Un proyecto para la sociedad”, “El País” (26-4-2016), p. 13. (2) González-Varas, Santiago: “¡Oh, poder!”, “La Razón” (28-4-2018), p. 19. (3) Ibíd. (4) Ibíd. (5) Gómez Yáñez, José Antonio: “Op. cit.”. (6) Klose, Pau-Marí: “Contra la corrupción, más igualdad”, “El País” (27-9-2016), p. 11.
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