Eran dos perfectos desconocidos. Estaban solos, en aquella estación de tren perdida en mitad de la llanura rural. Sin equipaje, ninguno de los dos llevaba nada más que lo puesto. No hablaban, como ya hemos dicho no se conocían en absoluto, nunca antes se habían visto. No se prestaban atención, cada uno iba a la suya, absortos a saber en qué pensamientos. Y solos, sí, no había nadie más en aquel andén que recordaba a los que aparecen en algunas películas antiguas, de las de blanco y negro. Ni siquiera había funcionarios de la compañía ferroviaria. Era tanta la soledad de aquel páramo perdido en la nada, que la estación no necesitaba empleados. Los dos extraños eran seguramente los primeros y únicos viajeros que pasarían por allí en aquel año que apuraba las últimas semanas de vida.
El tiempo transcurría con parsimonia, lento, casi parecía haberse detenido. La inclinación de la sombra del hombre –no lo habíamos especificado, pero sí, los viajeros eran un hombre y una mujer, ambos de edad indeterminada, más cerca de la madurez que de la primera juventud–, la inclinación de aquella sombra llevaba largo rato sin variar un solo grado; extraño, sí, pero ni la luz del día parecía querer avanzar. Debía estar cerca ya el crepúsculo. Uno de esos breves e intensos ocasos de finales de otoño, que por su efímero paso dejan un rastro de belleza difícilmente imaginable en otra época del año.
La mujer, hermosa, de belleza singular, de facciones y silueta con reminiscencias grecorromanas, dirigió su mirada hacia el hombre por primera vez en todo el rato. Sintió deseos de acercarse y entablar conversación, pero no lo hizo y desvió su mirada. Unos minutos después, cuando volvió a mirar en dirección al desconocido, éste estaba a escasos metros de ella. Se había aproximado, mas no le dirigía la palabra, permanecía callado.
—¿Qué tren espera usted? Al final, él se atrevió a preguntar. Su voz sonaba grave pero agradable, trasmitía confianza. —El primero que pase. La respuesta de ella sonó mucho más sincera de lo que cabría esperar.
No volvieron a cruzar palabra alguna. Al fin oscureció y un tren de los antiguos, de los de motor de combustión, se acercó traqueteando a la estación. Iba tan lento que casi no hubiera sido necesario que parara para subirse a él. Pero se detuvo frente a ellos. Se abrió una única puerta y un revisor, de los de antes, con gorra de visera, se asomó, les franqueó el paso e hizo señas para que subieran. No obtuvo respuesta, no parecían querer subir. El revisor se encogió de hombros, hizo sonar el silbato y el ferrocarril reanudó la marcha dejando tras de sí un leve olor a gasóleo quemado.
El hombre y la mujer estaban juntos, sentados en el mismo banco de aquella estación perdida, en un páramo rural solitario y posiblemente deshabitado. Pero algo variaba, ya no estaban solos. Ambos habían encontrado su tren, el tren que llevaban tanto tiempo esperando.
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