Descuartizar, devorar, hacer saltar por los aires, desde la palabra escrita de la crítica cinematográfica, los sesos fílmicos de Human, Space, Time and Human (Kim Ki-duk) sería una de esas dulces, sangrientas, épicas venganzas muy del estilo de Sitges, una pequeñísima devolución a la extenuación de brutalidad y sadismo a la que la película somete al espectador para devolverle a cambio nada más que confusión filosófica, incongruencia narrativa, actuaciones de segunda categoría y una sucesión de conceptos hechos imagen que en lugar de iluminar las entrañas más oscuras de la humanidad, alumbran su propio ridículo.
Pero escribir bajo la pulsión de la víscera, únicamente bajo sus designios, tiene como peligro caerse precisamente del lado del que la película se despeña: la búsqueda del efectismo sangriento dejando de lado los pilares que sustentan un discurso congruente.
Kim Ki-duk siempre ha conjugado una violencia esencial con ciertos recursos de artificio formal considerable, como en aquella Hierro 3 en donde los protagonistas guardaban mutismo a lo largo de todo el metraje —también aquí lo hace uno de los personajes—, proponiendo una extracción emocional a partir de la acción y el gesto hermético que resultaba a ratos poética, a ratos extenuante o tramposa. Sensaciones parecidas habitaban en Samaritan Girl, Oso de Plata en el Festival de Berlín en 2004, mientras que Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera, quedaba ya, como dijo el crítico Sergi Sánchez, para "budismo de tocador". Arirang, en cambio, documental autobiográfico que realizó en 2011, en el que se retrataba a sí mismo a través de su depresión, cantando en sus horas más bajas la desgarrada melodía del Arirang que daba título al trabajo, era una pequeña joya oscura y sucia, un acto de sinceridad que parecía casi venido de otra dimensión cinematográfica que la del resto de sus películas.
Human, Space, Time and Human se despliega como un compendio de lo peor del cine de Kim Ki-duk sin el contrapeso de lo mejor, esa poética inestable de la sangre y el sufrimiento capaz de reubicar las peores atrocidades dentro de las posibilidades de expresión del ser humano. Aquí, un grupo de personajes que viajan en un barco de guerra para lo que parecen unas vacaciones marítimas, pronto se verán expuestos a los impulsos brutales de parte de los tripulantes, una casta de abusadores de todos los niveles sociales que en un primer momento centra sus vejaciones en las mujeres, divididas entre virginales (las potenciales madres) y putas (vulgares sin excepción). En algún momento, la escalada de violencia se despega del mundo real y lo mismo sucede con el propio barco, que (ojo spoiler) pasa de navegar por los mares a hacerlo por encima de las nubes. Se podría decir que ese levitar sobre el mundo tiene su eco, pero invertido y hueco, en el interior de los propios personajes. Las consecuencias de lo que ocurre pasan por encima de sus emociones, sin tocarles apenas. Las mujeres violadas se recuperan, al parecer, en un periquete y son capaces de enfrentarse verbalmente a sus agresores sin aparentes secuelas de lo sucedido; el joven hijo del político pasa de defensor de la integridad a abusador en un visto y no visto; y cuando la comida escasea y se abre la posibilidad de tener que comer carne humana, todos prefieren cortar el filete del brazo ajeno y comerlo ahí mismo, a lo crudo y con la sangre chorreando por las comisuras, que cocinarlo. Nadie hace ascos a un buen pedazo de bíceps. Porque lo que importa en la película son, además de los efectos nerviosos sobre la retina, los conceptos (mejor grandes que pequeños), pero no cómo se llegue hasta ellos: las escenas cuentan el concepto de "el hombre dominado por sus instintos sexuales", "por sus pulsiones oscuras", "por su voluntad de supervivencia por encima de todo". Los personajes funcionan como títeres, no es casualidad que la masa de pasajeros se comporte cual zombies. A eso hay que añadir un paso de tiempo alterado sin que las reglas de esa alteración se compartan con el espectador. A veces el tiempo se corresponde con la noción de días que tenemos, otras se desliga y avanza horas, días o semanas en unos personajes y no en otros, dando curso a un embarazo exprés, sin ir más lejos.
Con la idea de la semilla, que da lugar al ser —humano o vegetal— encuentra Kim Ki-duk algunas metáforas visuales interesantes y los mejores momentos de la película: la herida como zona fértil donde plantar una simiente para desarrollar la vida; el cuerpo humano como campo abonado (o maceta) del que el tiempo extraerá sus frutos.
Es la única reflexión sugerente que suscita la película. El resto continúa sumido en la imagen que apela al intestino, a lo tremendo como catalizador de un espanto moral interior que busca en el asco, la repulsión y el miedo amigos fáciles con los que horrorizarse de la naturaleza animal y depredadora del humano. Una experiencia terrorífica, desde luego. Pero en realidad no por lo que cuenta, sino por cómo elige la película ser contada y qué lugar considera que merece el espectador ante la pantalla.
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