Se dice que quien dos idiomas sabe dos hombres vale, aunque saber bien los dos idiomas, el propio y el aprendido no es cosa fácil. Conocer la propia lengua exige hacer un uso correcto de la misma, su vocabulario, sus reglas y su literatura y lo mismo de la que se aprenda.
Me parece muy bien la cantidad de personas que aprenden el inglés. Cerca de mi casa hay por lo menos tres academias funcionando a pleno rendimiento pues el lenguaje de las redes sociales y el uso de internet lo hace imprescindible. Cuando yo era joven, que no había internet, se estudiaba más el francés.
Pero una lengua no es solo conversación sino literatura y no sé si los que se afanan por aprender el inglés tienen algún interés por conocer a Shakespeare y Joyce, o solo por conseguir un mejor manejo de las aplicaciones informáticas. Este año ha sido concedido el premio Cervantes a una anciana uruguaya, Ida Vitale, que pronunció un discurso impecable en un magnifico español, esa lengua que usan millones de hispanoamericanos, pero que, a mi entender, resulta bastante maltratada en España.
Con una mentalidad cateta y provinciana se posterga el español en España, con el uso de hablas que fueron siempre minoritarias y locales, pero que quieren imponerlas como obligatorias algunas regiones que ahora se llaman pomposamente comunidades autónomas. Que yo sepa nunca se prohibió que los habitantes de cada lugar usen, junto con el español, hablas propias y dejes particulares.
En mi tierra andaluza podemos distinguir la forma de hablar de un sevillano de la de un granadino, de un malagueño o de un jienense, pero no se nos ocurre reivindicar como lengua propia los andalucismos que utilizaban en sus comedias y sainetes los hermanos Álvarez Quintero.
Nombrar a Granada, nuestra bella ciudad, como Graná no pasa de un inocente localismo pero no aprobaríamos en manera alguna que en los indicativos de las carreteras española se sustituyera Granada por Graná, como se han sustituido tantos nombres de lugares españoles por denominaciones locales: La Coruña por A Coruña, Lérida por Lleida, Hondarribia por Fuenterrabía y tantas otras.
A nadie le produce extrañeza que citemos a Nueva York en lugar de New York o Londres en lugar de London o a la Costa Azul en lugar de Côte d’Azur, pero a mí me produce extrañeza leer Alacant en lugar de Alicante.
Aprendí de niño, en un solo libro ─la Enciclopedia de Dalmau y Carles─ por cierto catalana, la gramática española, las matemáticas y la geometría, la geografía y la historia de España desde los romanos al descubrimiento de América, en un estupendo español, que echo de menos cuando oigo hablar sin tener en cuenta las reglas de género y concordancia. Repito que me alegro de que cada vez haya más gente que estudie inglés pero que, por favor, no olviden el español, su lengua, su literatura y su vocabulario. Quedó sorprendido cuando hablo con inmigrantes que proceden de Ecuador, de Perú o de Panamá y que usan un vocabulario más rico que el nuestro.
El gran tesoro de nuestro Siglo de Oro era el imperio de nuestra lengua, lengua que los hispanohablantes utilizan para ofrecernos una riquísima literatura. Alguien ha dicho que nuestra patria es nuestra lengua y nuestra lengua es la española, aunque por necesidades técnicas tengamos que aprender inglés.
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