Hermanos: si hemos sido capaces de regalar nuestra intimidad a las grandes corporaciones de forma gratuita y, a través de nuestros teléfonos móviles y nuestras tarjetas de crédito, nos tienen absolutamente controlados. Si saben perfectamente dónde estamos en cada momento por el geolocalizador que llevamos en el bolsillo. Si saben nuestros gustos de todo tipo. Que dónde vamos a pasar las próximas vacaciones, que qué tipo de ropa es la que nos gusta, incluso a quien es posible que votemos en las próximas elecciones generales (lo de “próximas” lo digo con ironía, no es que sepa nada de lo que pasará en septiembre)
Si con la aplicación faceapp, esa que a los jóvenes los hace viejos y a los mayores nos hace niños, les hemos regalado los datos biométricos de nuestras caras vaya usted a saber a quién. ¡Qué más da ya todo!
Con lo del 5G que viene la cosa puede ser más dura todavía. Porque es una cuestión de velocidad. Tendrán nuestra información casi al momento. Y los algoritmos lo ordenarán todo.
Llegados a este extremo la cuestión es si la administración podría acceder a esa información y crear otros algoritmos que nos hicieran la vida más fácil. Ya puestos.
Por ejemplo, si puede saberse dónde estamos en cada momento, puede regularse mejor el tráfico, y con ello los tiempos de parada en los semáforos y las emisiones contaminantes reducirlas. Para la movilidad urbana este instrumento es oro.
Es lo que se llama para las grandes ciudades smartcity, en cristiano “ciudad inteligente”, pero que también puede aplicarse hoy a los pueblos pequeños, barrios y aldeas. Es el concepto “Smart town” (pueblo inteligente).
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