Nuestra historia reciente, con la transición liderada por el rey Juan Carlos y Adolfo Suárez, con la complicidad de muchos otros, y una buena colaboración de Jordi Pujol desde Catalunya, comenzó bien.
Y continuó yendo bien, con altibajos y muchos claros y sombras, con Felipe González y José María Aznar. Después se entró en un periodo de decadencia y desconcierto con un incompetente José Luís Rodríguez Zapatero y un desbordado Mariano Rajoy en el gobierno del Estado, y a otro nivel, un soñador Pascual Maragall, un gris José Montilla y un desconcertante Artur Mas en la Generalitat catalana. Y para acabarlo de adobar, la figura del monarca, por varias razones, comienza a no estar a la altura de las circunstancias, y su aureola a desinflarse.
Siempre que comienza una nueva etapa, las ilusiones crecen. Hay ganas de dejar atrás la anterior, deteriorada, e iniciar un nuevo rumbo con aires renovados. Es la necesidad imperiosa de volverse a ilusionar. Es lo que da fuerza a los pueblos.
También se espera mucho, seguramente demasiado, de las nuevas promesas de renovación, de crecimiento económico y mejora social, de regeneración política.....
La esperanza- dicen es la última cosa que se pierde; o –mejor dicho- que se quiere perder. Nos aferramos a ella como a un clavo ardiendo..
Los nuevos personajes públicos que van saliendo para liderar cada nueva etapa, despiertan expectación y se les da un amplio margen de confianza, generalmente inicialmente avalada en las urnas. Se necesitan timoneles que orientes el rumbo hacía el destino de la nave colectiva. Casi todo eso ha fallado últimamente. Muchas ilusiones se han esfumado; muchos programas han fracasado o han tenido que ser cambiados; algunos, y no pocos, de los personajes que nos habían vendido bien su imagen -incluso decorada con una aureola de figura de altar- han decepcionado.
Los mares nacionales e internacionales han estado fuertemente alborotados ciertamente; y las travesías llenas de dificultades casi insalvables, de horizontes borrosos; y las capacidades de liderazgo -aquí y afuera- demasiado limitadas, sin poder hacer frente siquiera a una corrupción rampante a todos los niveles, y a una crispación política alentada por partidismos y particularismos exacerbados... Este es el panorama, que seria de desear pudiera cambiar muy pronto.
Esta es la sensación, muy generalizada, que tiene el ciudadano: la de encontrarse ante un cuadro surrealista y deprimente, de demasiados globos pinchados, de líderes débiles, desorientados o vendedores de humo- a veces para esconder su impotencia o vergüenza propia o ajena-, tanto a nivel nacional como autonómico. Hasta incluso en las máximas alturas institucionales. Y así, a veces, se extiende el pánico.
¿Qué se puede hacer? La sociedad, como ser vivo, se renueva constantemente. Y tendrán que salir nuevas energías, ilusiones alentadoras, líderes sin lastres de pasados turbios o dudosos y con ideas y fuerzas capaces de volver a encender esperanzas cercanas y luces en la lejanía.
Todo esto, que suena a poesía, debería bajar, de nuevo, a la conciencia ciudadana y marcar el latido cotidiano de las cosas de la vida real. La historia humana no se para nunca... Y ser optimista todavía no está prohibido.
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