La concomitancia de sufrimiento y placer es un antagonismo —solo en apariencia—, que define bastante bien la peregrinación de incondicionales al festival de Sitges año tras año, en busca de una experiencia colectiva del "sufrimiento gozoso": una angustia bajo control capaz de proporcionar altas cotas de placer mediante catarsis, risa o el vívido reencuentro con la luz y la realidad conocida a la salida de la sala de cine. Algo tiene temer a oscuras que engancha y enciende.
Quizás no sea casualidad que la película que este año inaugura la sección Nuevas Visiones: Dogs don't wear pants, haga del sadomasoquismo (y prácticas fronterizas) un camino hacia la liberación personal mediante un viaje hacia los abismos del deseo. Pulsiones sexuales de muerte como última baza para sentirse vivo: eso es lo que busca Juha, padre de familia que presenció el ahogamiento de su mujer, a manos de la dominatrix de alto voltaje Mona, interpretada con determinación por Krista Kosonen. Tras una presentación prometedora, con un buen manejo de la intimidad en la relación entre personajes contrastados, lo explosivo del material en juego atrapa muy pronto a la película en lo más artificioso de sí misma: los efectos epatantes del sado, su propio deslumbramiento por sus opciones de convertirse ella misma en látigo de espectadores.
Los vericuetos de la trama no responden tanto a una penetración, valga el símil, en la complejidad emocional de los personajes, como a una concatenación de pasos narrativos necesarios para llegar a ciertas imágenes, situaciones y por último tesis que parecen elegidas de antemano, casi impuestas a los personajes y el universo, para mayor brillo de la sangre y los cueros.
Un mundo oscuro que se encarna en una fotografía crepuscular, con hospitales en penumbra y restaurantes tan pardos que sufren del mismo exceso de metáfora y falta de veracidad que atraviesa el resto de la película de J.-P. Valkeapää, proyectada antes que en Sitges en la Quincena de Realizadores de Cannes este año.
Hay un intento del director finlandés por introducir un humor que aprovecha la frontera de fricción entre desviación y norma como brecha para explorar el territorio de lo ridículo. Territorio consciente y buscado que parece querer rebajar el nivel de las escenas más duras y al mismo tiempo encajar el poso cómico que las prácticas extremas pueden tener cuando sus ecos irrumpen en la vida cotidiana. Pero ese brote de comedia, muy en la línea del humor de Kaurimsäki, que podría haber aportado un equilibrio muy interesante a la película, adolece de la misma falta de finura que el resto de elementos, entrando de forma abrupta, con la misma sensación de elementos elegidos y colocados antes que descubiertos y compartidos, abandonando poco a poco a los personajes en la estacada de sus sentimientos.
Cómo no acordarse de la orfebrería emocional, la delicadeza visual, la trascendencia fílmica de la película de Peter Strickland vista en Sitges hace algunos años: The duke of Burgundy, que abordaba esos pequeños dolores exquisitos de la dominación y la sumisión entre una ama y su criada, descubriéndonos la profundidad y matices de los roles de poder en la vida de pareja, la compleja seducción del daño.
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