Veréis, resulta que cada vez que alguien suelta aquello de “soy bipolar” haciendo broma sobre su estado de ánimo o porque ayer pensaba una cosa y hoy piensa otra, me entran ganas de hacerme una carrillada con sus mejillas. Suelo callarme, porque debería dar demasiadas explicaciones pero llegados a este punto y momento personal, creo que debo pronunciarme al respecto.
El trastorno bipolar no es para tratarlo de esa manera tan frívola. Es una pesadilla para los que estamos alrededor de una persona que lo sufre. No se trata de que hoy estés triste y mañana contento, a eso se le llama ser humano. Si habéis visto el episodio que sufre la protagonista de Homeland, Carrie, entenderéis a lo que me refiero. Se trata de que una persona X que tiene Y comportamiento cambie a Z, alterando los rasgos de su carácter, acuciando la paranoia y la manía con dosis de delirios de grandeza. Viendo el capítulo en el que Carrie sufre el brote, la sentí tan cerca que me salieron lágrimas acumuladas desde los higadillos.
Suelen ser episodios cíclicos, que duran meses. Después de una depresión, llega el episodio maníaco. Jamás podría definir cuál es peor: en el primero su estado les impide ver algo bueno a su alrededor, son negativos hasta sangrar, hasta herirte con tu propia vida mostrándote puntos de vista que jamás te habrías planteado. Cuando llega el subidón, después de meses de lucha, llega esa persona que se cree imparable, con energía agotadora y actitud soberbia.
Fotografía de Mónica López
Por eso cuando veo la portada del disco de Porta titulado “Trastorno bipolar” o alguna pazguata atribuyéndose tal enfermedad con tal de justificar lo poco que tiene claro en su vida, un pinchazo me atraviesa el corazón. Porque muchas veces he intentado explicar a gente cercana lo que sufría, cómo y por qué, suelo oír “que no será para tanto”, les suena a un ataque cualquiera de una madre cabreada o un enfado histérico.
Que no busco ni compasión, ni entendimiento. Que si publico esto, no lo hago sintiéndome precisamente cómoda pero siento que después de casi 29 años sufriendo literalmente necesito abrir mis vísceras y expulsarlo porque es un ciclo que no he dejado de vivir. Bien, mal, peor. Bien, mal, peor. Os prometo que meses antes de que llegue el ciclo peor tengo pesadillas agobiantes relacionadas con ello.
Acompañado a un irracional sentimiento de culpa, quizá motivado por aquellas tarde de misa de sábado en las que me llevaban agarradica de la mano a escuchar los sermones del cura junto a unas vacaciones que (otra vez) han estado marcadas por la chifladura y porque si le llega a la persona en cuestión, que sepa cómo lo pasamos y cuánto necesitamos que acepte lo que le pasa. Porque siento la necesidad de desnudarme a este nivel porque llevo años escondiendo gran parte de lo que soy por vergüenza. Y necesito avanzar.
Europa se muere, ya está agonizando, esperando defunción y funeral. Mi intención como columnista, no es alarmar, es reconocer y asumir la verdad. Por ejemplo, hace un siglo Venezuela estaba entre los países más ricos y hoy la realidad es muy diferente. En la actualidad países como Lituania, en 10 años, ya ha alcanzado el nivel de España.
El centro educativo es un microcosmos que refleja, en alguna medida, la sociedad en que vivimos. Al margen de la práctica que en ella se desarrolla, en algunas ocasiones, las actitudes inadecuadas o disruptivas, protagonizadas por los alumnos, que pueden considerarse cosas de niños, dependiendo de la gravedad de las mismas, reproducen actitudes que vemos también fuera de las aulas, fruto, tal vez del desconcierto actual de la sociedad.
El tema de la regulación emocional y el control de las emociones está de actualidad también en el siglo XXI, al igual que en el anterior. Vivimos en la realidad social del espectáculo y la diversión. Algunos pensadores como es el caso de Mariana Alessandri hablan de una sociedad enferma que solo quiere la alegría vital sin sombras y sin ningún dolor, sufrimiento o problemas, algo absolutamente imposible. Solo se quiere el sol, pero no la sombra.