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Artur Mas, el franciscano

La teología catalana del presidente de la Generalitat
Felipe Muñoz
martes, 24 de septiembre de 2013, 08:14 h (CET)
Según una persistente tradición teológica de la Iglesia Católica, ningún hombre puede, de verdad, saber lo que le conviene sin la ayuda de Dios.

Todo conocimiento cierto, todo lo que podemos saber de verdad en nuestra vida, según esta tradición de la que forman parte Duns Escoto o Guillermo de Occam, se basa, en última instancia, en lo que Dios no ha revelado.

Hay muchas formas de hablar de Dios
Sin embargo, como ya recordaba San Agustín, hay muchas maneras de hablar de Dios. Maneras que difieren esencialmente de la forma de hablar de Dios de los cristianos. Por ejemplo, la manera en la que hablan de Él los poetas y los filósofos.

Esto plantea, obviamente, el problema de determinar con exactitud cual es la diferencia entre la forma de hablar de Dios de los cristianos y la manera de hablar de otros que, sin el recurso de la fe, solo pueden hablar de ese Dios que nos revela lo que nos conviene, ateniéndose a la razón o a la imaginación.

Este problema ha estado presente a lo largo de toda la historia del pensamiento cristiano, y su solución ha constituido uno de los principales puntos en los que se han separado las dos principales tradiciones católicas, a saber, la tomista y la franciscana. Ambas concedían que la teología, o sea el conocimiento de ese Dios que se nos revela, es un conocimiento sobrenatural; pero mientras lo primeros defendían que la revelación incluye de hecho conocimientos que son accesibles, de derecho, a cualquier hombre por medio de su sola razón, los segundos insistían, por el contrario, en excluir lo racional del campo de la revelación divina; finalmente, una tercera tradición, ni tomista ni franciscana, abogaba por la máxima racionalidad de lo que Dios revela al hombre, racionalidad que tendía a confundirse, en todo su campo, con la propia revelación. Estos últimos, con el tiempo, contribuyeron, desde la propia teología a extender la indiferencia con respecto a las Sagradas Escrituras.

Dios en sí mismo y Dios para los hombres
Si nos quedamos en la tradición franciscana, representada en este caso por Duns Escoto, la teología de la que se trata es, ya lo hemos indicado, un conocimiento que tenemos de Dios (y, por ende, de lo que nos conviene), gracias a la revelación sobrenatural. De cualquier modo, a pesar de su origen divino, este conocimiento no puede dejar de ser, de algún modo, un conocimiento humano, precisamente el conocimiento de Dios que el hombre puede adquirir gracias a las enseñanzas de las Escrituras.

Se sigue de aquí, que es preciso, o al menos posible, distinguir entre el conocimiento de Dios en sí mismo, y el conocimiento de Dios que podemos tener los hombres. Dicho en términos escolásticos, se impone la distinción entre la “teología en sí” y la “teología en nosotros”. De este modo, la “teología en sí” sería el conocimiento que, de Dios, puede tener un intelecto a la medida de ese objeto, o sea, Dios mismo. Es decir, la “teología en sí” solo podrá aludir al conocimiento que Dios tiene de sí mismo. En cambio, la “teología en nosotros” se referirá, por supuesto, al conocimiento de Dios, en la medida en la que un intelecto humano puede alcanzar a obtenerlo.

Existen múltiples teologías
Existen, por tanto, varias teologías. Es decir, existen múltiples formas de hablar de ese Dios que nos revela lo que nos conviene. Y la primera de todas será la “teología en sí”, o también llamada “teología divina”, que consiste en un conocimiento perfecto de Dios, conocimiento que solo él puede tener de sí mismo. Se tratará, en todo caso, de un conocimiento total, completo y perfecto. Aparte de Dios, solo existen criaturas y entendimientos creados, cuyo conocimiento de Él resultará menos perfecto, aunque podamos seguir llamándolo “teología”, porque es una forma de hablar de Dios y, por tanto, de investigar lo que nos conviene.

La primera, y más noble, de estas teologías imperfectas residirá en la “teología de los bienaventurados”. Los bienaventurados ven a Dios, y lo desean, pero siguen siendo, al fin y al cabo, entendimientos creados. El objeto de su conocimiento es el mismo que el de la “teología en sí”, o sea Dios mismo. Y dado que ya no necesitan, como los hombres de aquí abajo, empezar por el conocimiento de los sentidos, su teología será perfecta, aunque incompleta. Hablarán adecuadamente de Dios, y sabrán lo que les conviene, aunque no lo dirán todo de Dios, ni sabrán todo lo que les conviene.

La visión “cara a cara” con Dios, reservada a los bienaventurados, requiere, en todo caso, de la luz sobrenatural. La esencia divina sigue siendo, para el bienaventurado, una esencia sobrenatural, que no puede terminar de comprender. Porque los bienaventurados solo conocen lo que Dios les da a conocer y porque, por otra parte, en alguna ocasión tuvieron un cuerpo y pueden conocer otras cosas aparte de Dios.

Los límites de nuestro conocimiento
Por debajo de estas teologías, en grado de perfección, aparece nuestra forma de hablar de Dios, la “teología en nosotros”, cuyo medio ya no es el conocimiento directo ni la visión beatífica, sino la revelación con la que Dios tiene a bien obsequiarnos. Se trata, por tanto, de un conocimiento más limitado que el de los bienaventurados, pues se detiene en los términos fijados por Dios en su revelación. De ahí que podamos encontrar un doble límite a este conocimiento.

En primer lugar, Dios no puede revelarlo todo, porque el intelecto humano está obligado constitutivamente a basarse en el conocimiento proporcionado por sus sentidos. Por lo mismo, la revelación solo puede tratar acerca de proposiciones cuyos términos puedan ser comprendidos por un intelecto como el nuestro.

En segundo lugar, el conocimiento que se nos ofrece como objeto de fe, no pude ser, de ningún modo, un conocimiento alcanzable con certeza por medio de la sola razón. Por que, en este caso, la fe sería imposible. Y, sin fe, curiosamente, toda la teología se vendría abajo y ya no podríamos hablar de Dios ni saber lo que nos conviene.

Teología catalana de nuestros días
Llegados a nuestros días, quién lo iba decir, Artur Mas ha construido una “teología de la nación catalana”, en la más pura tradición de los franciscanos.

Según esta doctrina del gobierno catalán actual, toda política, educativa, social o económica, tiene su base en el “derecho a decidir”, derecho que se apoya, a su vez, en la existencia de una “nación catalana en sí”, alrededor de la que gira todo lo que le conviene a los catalanes. Y ningún catalán puede saber, en realidad, lo que le conviene, si no es con ayuda de la nación catalana.

Sin embargo, como es obvio, hay muchas maneras de hablar de la nación catalana que difieren radicalmente de la manera de hablar de la Cataluña-nación de Artur Mas (o de Oriol Junqueras). Por ejemplo, la forma de hablar de Arcadi Espada o la de Albert Rivera.

Hay muchas maneras de hablar de la nación catalana
Esto plantea, claro está, la cuestión de la validez de la “Cataluña-nación” o, dicho en cristiano, en determinar en qué consiste esa nación catalana, que es lo que conviene a todos los catalanes, y que muchos catalanes se empeñan en no conocer. Y en qué consiste, también, ese supuesto “derecho a decidir”.

Este problema ha estado presente a lo largo de la historia del pensamiento de la “Cataluña-nación”, hasta el punto de que ha sido el tema que ha dividido a sus diferentes facciones. De hecho, todos concedían que, desde las profundidades de la historia, llega hasta nosotros la identidad catalana, sujeto de derechos históricos. Pero, mientras unos defendían que esta nación se había constituido por medio de proceso históricos y políticos, ligados a los proceso históricos y políticos de España, otros defendían que la nacionalidad reside en una sentimiento presente en los individuos, sentimiento que les lleva a hacerse parte de cadenas humanas, sentimiento al que hay que apelar y por el que hay preguntar en una consulta democrática; finalmente, en este caso también, encontramos otra tradición que confunde la historia con el sentimiento y cuyos historiadores han termina contribuyendo a la indiferencia hacia la historia.

Cataluña en sí y Cataluña para los hombres
En fin, si nos restringimos a la tradición franciscana, representada por Artur Mas (y Oriol Junqueras), la “Cataluña-logía” consistirá en el conocimiento que tenemos de la nación catalana, y su derecho a decidir, gracias a la revelación de ésta en cada Diada. De cualquier modo, a pesar de su origen catalán, este conocimiento tendrá que ser accesible, de algún modo, al resto de las naciones (incluso a Mariano Rajoy), precisamente el conocimiento que las demás naciones podemos adquirir gracias a las enseñanzas de cada fiesta catalana.

Se sigue de esto, que es preciso, o al menos posible, distinguir entre el conocimiento de la nación catalana en sí mismo, y el conocimiento de la nación catalana que podemos tener los hombres, catalanes o no, susceptibles de recibir la revelación de las esteladas y las cadenas humanas. Se trataría, pues, de la “Cataluña-logía en sí” y de la ““Cataluña-logía en nosotros”.

De este modo, la “Cataluña-logía en sí” consistiría en el conocimiento de la nación catalana (y de su derecho a decidir) que puede tener una entidad a la medida de ese objeto. Es decir, la “Cataluña-logía en sí” aludiría al conocimiento que la nación catalana tiene de sí misma. Mientras tanto, la “Cataluña-logía en nosotros” se referiría, por supuesto, al conocimiento de la nación catalana en la medida en que pueda alcanzarlo un individuo particular, catalán o no.

Existen, por tanto, varias “Cataluña-logías”
Existen, por tanto, varias “Cataluña-logías”. Es decir, existen múltiples formas de hablar de esa nación catalana que nos revela lo que nos conviene. Y la primera de ellas será, pues, la “Cataluña-logía divina”, que consiste en el conocimiento perfecto de la nación catalana, un conocimiento que solo la nación catalana puede tener de sí misma, conocimiento al que, por tanto, en necesario consultar. Se trata, aquí también, de un conocimiento total, completo y perfecto. Aparte de la nación catalana, solo hay individuos particulares, catalanes o no, cuyo conocimiento de Ella será menos perfecto, aunque podamos seguir llamándolo “Cataluña-logía” y nos seguirá indicando qué es lo que, de verdad, nos conviene.

La primera, y más noble de estas ““Cataluña-logías” imperfectas reside en la “Cataluña-logía de los bienaventurados”, que ya no conocen a la nación directamente, sino por medio de sus manifestaciones. Los bienaventurados del catalanismo desean la nación catalana y su derecho a decidir (digamos, desean el Estado Catalán), pero siguen siendo individuos particulares, susceptibles, eso sí, de formar cadenas. El objeto de su conocimiento es el mismo que el de la “Cataluña-logía en sí”, es decir, la propia nación catalana. Y dado que no necesitan partir de razonamientos o argumentos históricos o políticos, su “Cataluña-logía” será también perfecta, pero no completa. La visión “cara a cara” con la nación, y su derecho a decidir, reservada a los bienaventurados como Artur Mas, requiere, en todo caso, de la luz sobrenatural de la Diada. Hablarán adecuadamente de Cataluña, y sabrán lo que le conviene, aunque no lo dirán todo de Cataluña, ni sabrán todo lo que le conviene.

Los límites del nacionalismo
Por debajo de estas “Cataluña-logías”, en grado de perfección, aparece la nuestra, la “Cataluña-logía en nosotros”, los mortales, cuyo medio ya no es el conocimiento directo que dicha nació ntiene de sí misma, ni la visión beatífica del Estado Catalán de Artur Mas u Oriol Junqueras, sino de la revelación que nos llega a partir de las cadenas humanas. Este conocimiento, ni que decir tiene, resulta más limitado que el conocimiento que los bienaventurados tienen de la nación catalana y de su derecho a decidir, pues se detiene en los términos fijados por la revelación nacional en forma de banderas esteladas ondeando en los campos de fútbol. De ahí, que este conocimiento tenga un doble límite.

En primer lugar, la nación catalana no puede revelarse completamente, porque el intelecto de algunos españoles (y, por supuesto, el de algunos catalanes entre ellos) está obligado a basarse en el conocimiento proporcionado por sus sentidos y a progresar, razonando y argumentando, a partir de ese conocimiento. Por lo mismo, la revelación del sentimiento catalanista solo puede expresarse en términos de consultas populares, para ser entendida por intelectos mortales como los nuestros.

En segundo lugar, el conocimiento de la nación, y de su derecho a decidir, que se nos propone como objeto de fe, y de sentimiento nacional, no puede ser un conocimiento alcanzable con certeza por medio de la razón. Porque, en tal caso, tanto la fe como el sentimineto nacional serían imposibles. Y sin fe, ni sentimiento nacional, toda la “Cataluña-logía”, con su nación y su derecho a decidir, se vendría abajo.

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