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Las brujas de Álex

De la Iglesia acierta con su particular aquelarre
Carlos Salas González
martes, 8 de octubre de 2013, 07:41 h (CET)
El director bilbaíno no defrauda a nadie en su última película. Su sello personal está presente de principio a fin del metraje: la mezcla paródica de géneros, el humor negro, lo grotesco, el ritmo trepidante, los personajes disparatados, la violencia enloquecida, lo excesivo...

Es cierto que 'Las brujas de Zugarramurdi' no llega a la grandeza de 'La comunidad' o 'El día de la bestia', pero también lo es que queda por encima de la mayoría de sus otros títulos. Es por ello que merezca la pena detenerse en sus virtudes más que en sus posibles defectos.

La secuencia inicial resulta magistral. Un grupo de atracadores ataviados con los disfraces más inverosímiles dan un golpe en plena Puerta del Sol. Desde el punto de vista formal y técnico es lo mejor de la película: gran montaje y ritmo endiablado. Además, ver a Bob Esponja acribillado por la policía es algo que no tiene precio. En efecto, el humor canalla del director se deja ver desde el primer minuto.

Otro hallazgo incuestionable es la espectacular aparición final de la diosa madre a la que veneran las brujas. De la Iglesia vuelve a dar testimonio de su bagaje cultural al elegir como referente para tal desempeño a la Venus de Willendorf, pequeña estatuilla paleolítica de abundantes carnes y rostro oculto a la que convierte en un ser animado de proporciones colosales, aquél que desatará el delirio en las brujas y el pánico en sus desventurados prisioneros. Ver a tan icónica escultura convertida en un gigante dotado de vida propia es todo un regalo.

También debe destacarse su arrojo para esgrimir un discurso políticamente incorrecto. Una feroz guerra de sexos palpita con fuerza entre los diálogos desternillantes y las situaciones más rocambolescas. Machismo y feminismo son blanco de su mordaz puntería. Y es que el cineasta dispara en todas direcciones sin miramientos, sin concesiones. Es ésta una virtud que se echa en falta en el resto de creadores de nuestro cine, siempre presos de la más estúpida y maniquea corrección política cuando deciden afrontar temas como el aquí referido.

Por todo ello hay que felicitar a Álex de la Iglesia. Está claro que su película no es una obra maestra, pero resulta evidente que goza de algunas bondades que brillan por su ausencia en la mayor parte de las producciones españolas: maestría técnica, lucidez en los referentes y valentía al abordar ciertos temas. Y todo ello sin renunciar a la marca de la casa, un estilo inequívocamente personal que pone de manifiesto, una vez más, su condición de autor.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

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