Edmundo Díaz Conde nació en Orense en 1966. Se licenció en Derecho, carrera que, por convicción, no llegó a ejercer jamás. Ha trabajado como asesor editorial y colaborado, entre otras publicaciones, con El Correo de Andalucía y la revista cultural Mercurio (Fundación José Manuel Lara). Residió en Orense, Santiago de Compostela, Madrid y, actualmente, en Sevilla. Su primera novela, ‘Jonás el estilita’, mereció el III Premio Ciudad de Badajoz. Su siguiente obra, ‘La ciudad invisible’, se alzó con el finalista del XXXIII Premio Ateneo de Sevilla. ‘El club de los amantes’ fue su tercera novela publicada y ‘El veneno de Napoleón’ (finalista del Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio 2008) ha sido publicada en Rusia. Concibe la escritura como una pasión, además de un oficio. Concibe la vida como un oficio, algo menos apasionante.
Hubo un tiempo en que corsarios británicos, bucaneros franceses y filibusteros holandeses eran los amos del Caribe. Pero poco se ha contado de piratas españoles como Íñigo Santa Cruz, forzado a convertirse en caballero de fortuna por una patria que desampara a sus propios hijos y los obliga a vagar por el mundo. En aquella misma época también había tesoros fantásticos como el de la Dama del mar, por el que Henry Morgan organizará la mayor flota de filibusteros jamás conocida, ciudades como Panamá, que se dicen inexpugnables y encienden la codicia de los hombres, y mujeres como Elena, capaces de provocar la pasión y la ternura del corsario más insensible. Con todo este ambiente, Edmundo Díaz Conde acaba de presentar su nueva novela, ‘El Príncipe de los piratas’, editada por Algaida, sobre la que anduvimos de charla durante unos minutos en el Lounge Bar del Hotel Astoria de Valencia. En primer plano, como es fácil adivinar, mis improbables, los piratas de ayer, hoy y siempre.
Edmundo, los piratas siempre han desprendido un halo romántico, sin embargo, las últimas versiones cinematográficas que nos han llegado tienen un perfil muy distinto, ¿entre ambos extremos dónde se sitúan los piratas de tu novela?
He pretendido aprovechar la iconografía del pirata clásico, me apetecía hacerlo así. Quería recuperar la pata de palo, la mujer pirata, el ojo tuerto, el loro y amasar todos esos elementos para construir la historia. Sin olvidar que, además, el pirata de la factoría Disney está muy edulcorado. Como mis protagonistas beben de ese halo romántico que les envuelve, he de calificar mi novela como de muy romántica, porque mis piratas no son tan sanguinarios como en realidad lo eran los que vivieron en el siglo XVII. Para ello me he valido del encanto de la literatura porque sin él era difícil alcanzar mis propósitos.
Los piratas fueron conocidos en todas partes, menos en nuestro país, ¿no hubo piratas en España?
Sí que los hubo, precisamente el primer pirata que se conoce que actuó en el Caribe fue el español Bernardino de Talavera. Precisamente por ese olvido al que se les somete aquí me apetecía que el protagonista fuera español. Acostumbrados como estamos a los piratas anglosajones, era un gran desafío. Además yo quería que reflejase nuestras pasiones y nuestras debilidades, que demostrase un amor profundo por su hija de nueve años, que plantase cara a los ingleses y les diese caña.
En Inglaterra algunos piratas gozaron de gran prestigio y reconocimiento social, ¿por qué en la península no ha ocurrido lo mismo?
Quizá porque en este país ha habido muchos piratas y no llaman tanta atención [risas]. Bromas aparte, es cierto que el pirata Morgan gozaba de una gran popularidad en su época y probablemente fuera debido a que corsarios y filibusteros ayudaron a los ingleses en su lucha contra el Imperio español. España, sin embargo, no tomó piratas a su servicio. Los piratas españoles, por otro lado, patrullaban por el Cantábrico y por el Mediterráneo, pero no por el Caribe.
¿Cómo te tropiezas con el protagonista Íñigo Santa Cruz? ¿Es un personaje real?
No, no es un personaje real, he echado mano de la imaginación. Lo creé porque me apetecía responderme a la pregunta de hasta dónde es capaz de llegar un padre por mejorar la situación de su hija. Santa Cruz al comienzo de la novela se encuentra encarcelado en Madrid y a punto de ser ajusticiado. En el último momento es salvado por John el Duque, lugarteniente del pirata Morgan. La liberación es a cambio de que les ayude en la expedición organizada para atacar la ciudad de Panamá. Para convencerlo le chantajean con el secuestro de su hija. Santa Cruz se enfrentará entonces al dilema moral de colaborar para salvar a la pequeña o no hacerlo.
¿En una novela de piratas también es importante la verosimilitud?
Sí y es una interesante cuestión. El universo de la ficción es lo que más le interesa al hombre. Si nos cuentan bien el mismo cuento muchas veces eso siempre nos gusta. En la novela he pretendido emocionar al lector a través del artificio literario. El universo de la ficción, bien conseguido, tiene su propia verdad que ha de ser plausible y ha de llegar al corazón independientemente de que haya un determinado porcentaje de cosas ciertas y reales y otras inventadas.
Y como estrategia en este género literario, ¿qué importa más: un principio arrebatador, un buen desarrollo o un final espectacular?
Creo que las tres partes, tal como las describes, son magníficas. Escribí el principio de ‘El Príncipe de los piratas’ con sumo deleite, pensando que, si no lo he atrapado en las cuarenta y cinco primeras páginas, el lector no debe seguir leyendo. He intentado que las secuencias fuesen lo suficientemente atractivas como para que el lector no se escape. El desarrollo de la trama es muy importante porque hay que mantener despierta la atención del lector y, lógicamente, el final ha de estar a la altura de las circunstancias.
En tu novela aparecen tripulantes valencianos, ¿la participación de piratas valencianos en estas correrías está documentada históricamente?
En realidad, a la hora de documentarme sí que me he encontrado con que las tripulaciones de los barcos piratas estaban formadas por españoles de distintas nacionalidades. Para aquellos españoles su comarca era su patria y muchos de ellos se llevaban muy mal entre sí, pero al mismo tiempo, de cara al exterior eran una piña. Este conflicto entre nacionalidades se pone de manifiesta continuamente a lo largo de la novela.
Precisamente esta heterogeneidad haría que la convivencia a bordo fuera complicada, ¿se respetaban algunas normas de comportamiento?
Sí, tenían reglas pero era una normativa un poco caótica que en ocasiones se saltaban a la torera. Eso es así porque en el fondo no dejaban de ser delincuentes, pero en el barco acataban determinadas leyes de obligado cumplimiento. En la isla de Tortuga había una normativa compuesta por cinco puntos que se respetaban.
¿Ser pirata en el siglo XVII era un oficio, una forma de vivir porque no había otra?
Era un oficio claro, un oficio que solo tiene glamour una vez pasado por el filtro de la ficción. A él se dedicaban los seres marginales que no podían dedicarse a otras cosas. Era su forma de vida. El propio trabajo del marinero también estaba mal visto, especialmente en España ya que en Inglaterra gozaba de una mayor consideración social. Dicho esto, al escribir la novela he procurado preguntarme si un país como el nuestro, tan ingrato y desmemoriado, que ha arrojado y sigue arrojando a sus habitantes a la piratería, se merece lealtad y he tratado de que el lector se responda esa pregunta al final del libro.
Ahora mismo, ¿qué se parece más a un pirata tradicional: un hacker, un pirata somalí o un promotor inmobiliario?
Buena pregunta. Cuando veo un promotor inmobiliario pienso en selectas oligarquías que están engañando al pueblo, pero no en piratas. Creo que el pirata merece un concepto más respetuoso porque quizá se ven arrastrados a este tipo de vida en contra de sus deseos. Estoy convencido de que los piratas somalíes, si pudieran, no se dedicarían a la piratería en alta mar, un trabajo que solo acarrea desgracias.
¿Se esconde también algún afán didáctico en las páginas de tu novela?
No, eso es algo colateral. Se ve un poco cómo era el Madrid de la época y la vida en Tortuga y en el Caribe porque me documenté para ello. Pero el libro no esconde fin didáctico alguno. Me interesa la emoción, el riesgo, la aventura en pos del amor, de la fortuna, de la libertad… He tratado de que el lector adulto conecte con el niño que lleva dentro y que reviva las lecturas que le acompañaron durante su adolescencia.
Es curioso que el protagonista tenga los mismos apellidos que el palacio que alberga el Ministerio de Asuntos Exteriores: Santa Cruz
[Risas] Bueno, eso es algo totalmente fortuito, casual. Pero no es la única casualidad que hay en esta novela. Mientras la escribía, descubrí que la bandera española de entonces, que no era la rojigualda actual sino la de la cruz de San Andrés, es la misma que utilizaban como estandarte los miembros del Consejo de Ancianos que gobernaba la isla de Tortuga.
La última: al comienzo del libro citas a Conrad en dos ocasiones, ¿algo también fortuito o intencionado?
Completamente intencionado, las citas no están puestas ahí en vano. Me interesa mucho el mundo de Conrad, me parece un escritor de cuerpo entero, de raza, con un estilo muy sólido. Su universo está rodeado de una aureola de coraje y heroicidad. De alguna manera pretendía trasladar ese universo a la novela. Conrad tiene unos registros muy fértiles, tanto épicos como líricos, y jugar con el lirismo y la épica me parece lo máximo que se puede hacer en literatura
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Elsy es abogada, doctora en jurisprudencia, narradora, dramaturga y poeta ecuatoriana. Comienza su carrera literaria con la publicación del libro de cuentos De mariposas, espejos y sueños. La mayor parte de su obra cuentística está reunida en el libro Los miedos juntos (El Ángel Editor, 2009).