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Etiquetas | Adolfo Suárez | OBITUARIO

Cabezada al cadáver de Adolfo Suárez

Las colas en torno al Congreso de los DIputados para despedir a Suárez muestran el respeto de un pueblo
José Luis Heras Celemín
martes, 25 de marzo de 2014, 07:26 h (CET)
La cabezada a un difunto no es sólo la inclinación de la cabeza como saludo de cortesía, que dice el diccionario. También es algo más que un testimonio de pésame a su familia. En el acto se expresa, además, afecto, y todo el conjunto de sentimientos que la persona que acaba de fallecer hizo nacer en los que se acercan a su féretro.


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El actor José Sazatornil identificándose en el Congreso.
En la cabezada al cadáver de Adolfo Suárez sólo unos pocos se acercaron a alguno de sus familiares para testimoniar el pésame o entrechocar las manos. El resto, la mayoría de los que han acudido al Palacio de las Cortes, no quería, ni necesitaba, manifestar cortesías ni dar pésames. Estaban allí por otro motivo muchísimo más importante y más íntimo: Para reconocer la dimensión humana de un ser que, con aciertos y errores, virtudes y limitaciones ya ha pasado a la historia.

Entre las filas de hombres y mujeres que llegaban a la Carrera de San Jerónimo, después de hacer cola en el Paseo de la Castellana y las calles en las que se agolpaba el gentío, se notaba algo que, por humano, es bonito: Se notaba respeto. Con múltiples connotaciones, de afecto, consideración, admiración, agradecimiento, cariño…Pero básicamente respeto, al hombre, al demócrata, al estadista, al político, y al Presidente de un gobierno que un día pilotó la transición al sistema político que tenemos hoy.

Podía haber sido de otra manera, pero no. A dar la cabezada al cadáver de Adolfo Suárez principalmente ha ido un pueblo, el español, que, según una frase oída en la cola, hizo que “el cadáver que la familia llevó al Salón de los Pasos Perdidos se haya transfigurado, envuelto en la bandera de España, en el mito que no enterrarán por la mañana en la Catedral de Ávila”.

El mito de Suárez, que acaba de nacer y que pervivirá en la historia, ya ha producido algo importante. No se veía, pero se notaba flotar entre los miembros de las fuerzas armadas que custodiaban su cuerpo: dos infantes de Marina, dos mujeres, (una de la Guardia Civil y otra del Ejército de Tierra) y un sol-dado del Ejército del Aire. Entre ellos, y alrededor de ellos, flotaba el mito. Con él, casi sin notarse, aparecía una sensación de paz confortable y de serenidad humana.

Igual ocurría en las filas de la gente que se calaba con el agua de la mañana madrileña; y entre los que hacían guardia o acompañaban y velaban al féretro dentro. También en la cara serena y triste de uno de sus nietos que movía los labios sin hablar, quizás rezando, con las manos juntas y cruzadas; y la mirada fija en el ataúd que tenía a su abuelo.

Además del pueblo silencioso, a dar la cabezada al cadáver de Adolfo Suárez fueron el Rey y todos los que debían estar, y estuvieron. Desde los polí-ticos que fueron y ocuparon puestos de relevancia hasta los que lo son hoy y los ocupan ahora. Los que le apoyaron, los que le traicionaron, los que le ayudaron, los que desertaron de él, los que le abandonaron, los que se quemaron y consumieron políticamente con él. Y los que, con él de cuerpo presente, se alejaron del sentimiento común de respeto para intentar sacar beneficio de la situación ante unas cámaras de televisión y unos periodistas, plumillas de prensa, que, por una vez, excelsa vez en una profesión gloriosa, dieron la es-palda a una noticia, inmunda, que ni era noticia ni era adecuada: Un político necrófago, alimentándose del cadáver de un mito.

A medio día, un rumor agradable corrió por entre los corrillos y abandonó el resguardo confortable bajo los paraguas: El Aeropuerto de Barajas va a ser el de Adolfo Suárez.

Nadie preguntó de quién había partido la idea, ni la orden de ponerla en práctica. No hacía falta, ni conviene, adjudicar la idea a nadie. La decisión de colocar el nombre de Adolfo Suárez unido al aeropuerto más importante de España es una idea, maravillosa, que no debe corresponder a nadie porque debe ser de todos.

Como el mito recién nacido, es una idea que tiene la aceptación común. Por ello, desde el aeropuerto de Barajas o desde el sentimiento de quien lo sienta, la idea y el mito merecen elevarse hacia los cielos y… volar.

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