En horas de la tarde del 17 de abril, la noticia de la muerte de Gabo ya era conocida por una gran mayoría de la población colombiana. El amargo sabor a fatalidad y nostalgia se había desarrollado en medio de un ruido afligido y disonante, que disimulaba un inevitable tono de sorpresa intuida, o de tristeza adelantada.
Colombia llevaba tiempo preparándose para la muerte de su premio Nobel. Los 87 años del maestro, el mal del Alzheimer y los recientes anuncios de un retorno del cáncer invitaban a homenajearlo en vida, para crear ese clima de cercanía y de plena aprobación que siempre había faltado, y que seguía siendo fuente de incomodidad. Colocar al escritor entre los estandartes de la nación, afirmar su apego y amor, eran necesidades que, incluso en el lecho de muerte ubicado en la capital mejicana, lugar de residencia del premio Nobel, se hacían notables.
Esa misma noche, y tras largas reproducciones de documentales y testimonios, el rostro conmovido del presidente Juan Manuel Santos apareció en el canal de Señal Colombia para oficializar el dolor de la nación. Un dolor unánime y agradecido. Un dolor sin “peros” ni “por qués”.
En su alocución, el presidente de Colombia se refería a su amistad con el escritor, mencionaba su último encuentro, pero sobre todo resaltaba la labor comprometida de un hombre preocupado por el desarrollo educativo, judicial y económico de su país.
“Gabriel García Márquez trabajó con las palabras y las ideas. Les dio vuelo y las hizo subir a las cumbres de la imaginación, y nos hizo creer –he ahí su carácter excepcional– que eso que soñaba era posible, que los hechos inverosímiles que sucedían en Macondo realmente existían”, manifestó Santos.
La muerte de Gabo se había producido en su eterno exilio, y ése no es un detalle anodino, sino la consecuencia de una fama asfixiante y unas diferencias políticas marcadas por la incomprensión y el rechazo. La ciudad de México se había convertido en el refugio donde volvía a conocer el anonimato, donde ya no le exigían favores desmesurados o reprochaban por sus iniciativas. Gabo encontraba la paz que él siempre anhelaba y con razón era considerado como uno de los más queridos “colombianos-mejicanos”.
El distanciamiento con su pueblo natal al que sólo volvió en dos ocasiones después de su traslado con su familia en su juventud fue en muchas ocasiones motivo de crítica por los mismos habitantes, y, sin embargo, conquistados por ese mutuo perdón que otorga la muerte, ahora reclaman con virulencia y emoción el traslado de sus restos funerarios. La reconciliación con la memoria de Macondo y el legado de la obra literaria de Gabo es quizás otro aspecto de esa reconciliación nacional a la que invitó Juan Manuel Santos en su discurso.
“¡Gracias por su obra, su palabra y su ejemplo! Gracias por recordarnos que Colombia y América Latina no estamos ni estaremos condenados a otros 100 años de soledad, y que podemos ganarnos –como lo estamos haciendo– una segunda oportunidad sobre la tierra. ¡Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado!”.
Así cerraba el presidente de Colombia su intervención televisiva. Sus palabras mitigaban las muestras de odio y rencor expuestas pocas horas antes por diversos sectores de la sociedad colombiana en las redes sociales. Los comentarios de la senadora María Fernanda Cabal, integrante del partido del ex-presidente Álvaro Uribe, patentaban la situación de difícil reconciliación que vive el país.
En su cuenta de twitter, la senadora expresaba su deseo de ver al escritor colombiano y el ex-presidente cubano, Fidel Castro, muertos. “Pronto estarán juntos en el infierno”, dijo acompañando ese tuit con una foto en blanco y negro en la que puede verse a ambas personalidades. Enseguida siguió una catarata de comentarios tempestuosos multiplicados por el frenesí de seguidores con ganas de ensuciar el nombre de una figura ya intocable, y empecinados en cuestionar la “colombianidad” del Premio Nobel y sus ideas socialistas.
Las disculpas de la senadora llegaron después de otras declaraciones inconformes con el pasado político del premio Nobel. El comunicado de prensa desvinculaba su opinión de la de su partido y apelaba a un concepto de “verdad” que, sin embargo, quedaba afectado por su salida de tono.
En ese comunicado no se recordaba ese capítulo que vivió Gabriel García Márquez cuando, poco antes de publicar su novela “Crónica de una muerte anunciada”, en el año 1981, tuvo que pedir asilo político a la embajada mexicana en Bogotá. Los rumores de una detención inmediata y las acusaciones de financiar el grupo guerrillero M-19 fueron los detonantes de una salida definitiva.
Mientras tanto, el pueblo de Aracataca (de 40.000 habitantes) decidió vivir el duelo y recordar al escritor a su manera, sabiendo que los ojos de todo el país y de gran parte del continente latinoamericano giraban hacia él.
El alcalde anunció un funeral simbólico para el lunes 21 de abril, en paralelo con la gran ceremonia prevista en la capital mejicana. Un funeral sin cadáver. Macondo viviría macondianamente la reconciliación con su creador.
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