Vuelvo de Madrid enloquecido con Miguel Ángel Perera. He preferido dejar pasar los días, me negué entonces y me niego ahora a leer las crónicas de aquellos que cantan todo por igual sin importarles el talento y la maestría. Me fui a Portugal para saborear los muletazos tan templados, tan ligados, tan enroscados, tan de verdad que nos regaló a todos en aquel soleado día el buen torero extremeño. Sabíamos de sobra su valor, su seriedad, su buen hacer en la plaza… pero lo realizado por Miguel Ángel en Las Ventas de Madrid superó cualquier expectativa. Desde el principio levantó el solito a toda una catedral bajo la sombra de su mejor obra, de su mejor David como signo de lo que la victoria da a quienes la conquistan en esta arena. Si en el toreo hay tres ases por encima del bien y del mal como son: José Tomás, Julián López El Juli y Enrique Ponce, Perera es el único, hoy por hoy, que les va pisando los talones…
Los aficionados españoles tendemos a esperar el milagro en cada tarde, a vivir con una media verónica dos cientos años, de presumir de haber asistido a una faena antológica de un gran maestro o ponernos de acuerdo cuando algo extraordinario e inesperado nace de repente en mitad del ruedo, en cualquier plaza. Bien, esto último sucedió en Madrid en plena Feria de San Isidro, cuando aún resonaba el estoconazado a cuerpo limpio de Iván Fandiño, otro fuera de serie. El autor fue Miguel Ángel Perera, no ya de la mejor faena de la feria sino que me apresuro a decir de la mejor faena de la temporada. Nunca lo vi tan completo, tan poderoso, tan portentoso con la muleta y tan seguro con el acero. Bien es cierto que fueron dos toros antagónicos, pues si el primero tenía clase el segundo ninguna. Ahí precisamente fue donde me di cuenta de la gran capacidad que atesora Perera. ¡Qué despliegue de facultades en ambos toros! Hizo fácil lo difícil que es aquello del ligar, templar y pasárselos muy cerquita. Le dirán hasta su muerte que no tiene duende, aroma y mariconadas por el estilo, pero a este le sobraron un par de poderosas razones para alzarse con la tarde clave en la capital de España. Suave, aterciopelada fue su muleta, torciéndose como una encina en cada cite, en cada envite, toreo en punto muerto. Guardo un puñado de redondos y naturales en mi memoria, imposible de olvidar ya cada vez que lea su nombre en los carteles… Perera, Miguel Ángel Perera señor mío.
El toro fue apagándose solito, sabedor de su muerte buscó las tablas y lentamente fue desapareciendo en su propia sombra, pero ahí estaba Miguel Ángel sacando petróleo de los últimos muletazos, de las últimas y angustiosas embestidas imposibles de calibrar por otro torero. Allí estaba nada menos que El Juli levantando acta notarial bajo la niebla contagiosa del toro. La plaza emocionada saltó como un resorte, volvieron los pañuelos a cubrir los tendidos y la veleta a marcar distancia entre lo real y lo soñado. Pero aún faltaba la consagración, la lección maestra, la que nos hace entender todas las etapas del toreo como meros episodios de una tauromaquia mitológica. Un toro fiero, que se paraba entre las piernas, que miraba el pañuelo y te decía: ¡Aquí estoy, un solo error y pagarás con sangre! No todo el mundo esta dispuesto a jugarse la vida y menos en Madrid, Perera si lo hizo. Lanzó la moneda al tendido nueve y ese día todo cambió.
El toro se quedaba a media altura, echaba la cara arriba y apenas tenía medio muletazo. Me pregunté que estaba dispuesto a dar Perera, hasta donde llegaba su generosidad, su talento, su ambición…el tiempo me dio la razón, todo y nada es lo mismo bajo la linea inmortal de la decisión de avanzar sin huir. No se despegó ni un centímetro de la cara del sexto, no perdió un paso, alargó cada muletazo hasta hacerse llagas en los dedos, jamás tembló su pulso, ritmo de valientes y de maestros consagrados. La espada no fue académica pero sus lecciones allí quedaron para siempre. Luego llegaron más cosas las Puertas del Príncipe en Sevilla, la abdicación del Rey…pero aún hoy me contesto sin dudarlo de como Perera hizo el toreo eterno en aquella tarde. Ese que nace de un toro de veras, que no se hereda y no se aprende en los libros. Un detalle bajo el estallido y entusiasmo en su salida a hombros, fue su hombrera arrancada como si quisieran quedarse su brazo, su mano, sus dedos, aquellos que con torpes garabatos dibujaron la faena hecha esbelta y línea pura, la imagen perfecta del toreo.
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