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Nixon: tímido al extremo, pero deseoso de relevancia

Richard Nixon era tímido al extremo y se desenvolvía con gran dificultad al relacionarse.
Jeff Jacoby
lunes, 1 de septiembre de 2014, 08:02 h (CET)
LA FRANQUEZA ABSOLUTA no era el punto fuerte de Richard Nixon. Pero habló con sinceridad divina al describirse como "un introvertido al frente de la labor de un extrovertido". Fue uno de los candidatos políticos de mayor éxito del siglo XX: se alzó con comicios a las dos cámaras del Congreso, fue durante dos legislaturas vicepresidente de Dwight Eisenhower, y en dos ocasiones llegó a la Casa Blanca con victorias claras — la segunda vez con una victoria en 49 estados.

Si bien demostró ser uno de los candidatos políticos de mayor éxito del siglo XX, Richard Nixon era tímido al extremo y se desenvolvía con gran dificultad al relacionarse.


Nixon ocupó durante décadas el ojo del huracán, y fue infatigable en la búsqueda de votos. Pero pocas veces un político ha resultado ser menos idóneo para la vida política. Cuando dimitió de la presidencia, hará 40 años la semana próxima, todo hijo de vecino sabía que finalizaba su carrera en política. ¿Pero por qué alguien tan ermitaño, con tantos problemas para relacionarse, se embarca desde el principio en esa profesión?

A esos efectos, ¿por qué se mete un introvertido en política, profesión dominada por extrovertidos? La personalidad de Nixon ha sido diseccionada por incontables psicoanalistas aficionados; mucho se ha dicho de las inseguridades y las rencillas que le conducían a la victoria. Pero esos demonios internos le podrían haber llevado a algún otro terreno — al Derecho, o a la docencia, o a los negocios. La seducción de la política es la seducción del poder.

El deseo de poder de Nixon le acabó por conducir al escándalo que se llevó por delante su presidencia. Pero comenzó con una empresa más idealista en pos de la relevancia histórica. En sus años de instituto y la universidad, tenía colgada sobre su cama una imagen de Abraham Lincoln sobre la que su abuela, citando a Longfellow, había escrito: "Las vidas de los grandes hombres habrían de recordarnos/ que podemos hacer sublimes las nuestras". Fue a través de la política que pretendía dejar su huella en la historia. Con independencia del juicio final de su impacto, la disposición del joven Nixon a soportar privaciones y dificultades inherentes a la empresa de un cargo público tiene algo de conmovedor, hasta de instigador.

Para John F. Kennedy, el objetivo de la presidencia se tradujo en años de ocultación de los problemas físicos de sus numerosas dolencias — la enfermedad de Addison, colitis, úlceras, alergias y el dolor extremo de los problemas degenerativos de espalda. En el caso de Nixon, se traducía en sobrellevar una clase diferente de miseria — la afabilidad forzada y la charla sin sentido que odiaba, las escalas electorales sin fin y los encuentros con gente nueva, los rigores permanentes de la exposición excesiva exigida a alguien que solamente se sentía cómodo en soledad. "Soy un tímido relativo fundamental", dijo el entonces vicepresidente Nixon al periodista Stewart Alsop en 1959. "La cercanía no me sale de manera natural… no me relajo con cualquiera". La mayoría de los políticos disfrutan en compañía de otros y prosperan entre los cotilleos y las presiones de una campaña electoral — acuérdese de Bill Clinton, que nunca parecía estar más vivo ni ser más dinámico que en mitad de la campaña, seduciendo a los votantes, trabajándose al elector. En cuanto a Nixon, cuantos más esfuerzos hacia por resultar sociable y vivaz, más parecía… alguien que se esfuerza por resultar sociable y vivaz. Nixon estaba en su elemento cuando analizaba las cuestiones nacionales e internacionales, y su rigidez y su torpeza en situaciones sociales tienen que haber sido un lastre sin parangón para él.

Si Nixon no hubiera optado por entrar en política, habría dejado su huella como escritor o pensador. Elliot Richardson, por su parte, estaba impresionado con "las grandes dotes del intelecto" de Nixon.

"No importa lo que hiciera, parecía plano, poco atractivo, desagradable", escribe el jefe de gabinete de Nixon, H. R. Haldeman, en las memorias de su paso por la Casa Blanca. "No sabía relajarse con nadie que no fuera de su familia". Hasta en entornos personales "era estirado, artificial, llegando a avergonzar ajenamente". Henry Kissinger, reunido con Nixon por primera vez tras los comicios de 1968, quedó impresionado por la dolorosa timidez del presidente electo. "Conocer gente nueva", observaría Kissinger más tarde, "le llena de un pavor vago". Si Nixon no hubiera entrado en política, reflexionaba Elliot Richardson, podría haber dejado su huella como intelectual.

Pero Nixon sí se metió en política, con todas sus incomodidades y malestares. Y por agotador y antinatural que pudo haber considerado el sistema electoral, triunfó brillantemente: de congresista novato a encabezar con éxito una lista nacional en sólo seis años. En un momento en que se preparaba su esquela política tras salir derrotado de su apuesta por la gobernación de California en 1962, protagonizó una vuelta sorprendente. Cuando el Watergate destruyó su presidencia y dimitió caído en desgracia, emprendió otra vuelta más, la de limpiar su reputación en esta ocasión.

Nixon anhelaba una vida de relevancia histórica; albergaba deseos de dejar huella en la historia. Eso significaba entrar en política, con independencia de lo elevado del precio. Años después de abandonar la Casa Blanca, Nixon escribió en unas memorias: "No se debe entrar en política a menos que se esté dispuesto a pagar el precio. La paradoja reside en que no puede estimarse lo elevado del importe hasta estar ya en el huracán". En su caso había tenido altos y bajos, reconocía, pero había valido la pena.

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