En la antigüedad, a quienes querían confirmar la veracidad de sus actos, se les sometía a la prueba de poner las manos en el fuego. Actualmente esta frase se suele utilizar para manifestar una plena confianza en alguien y dar testimonio de su honradez. Si de verdad se tomara al pie de la letra estas palabras, y se exigiera a quienes las pronuncian que ratificaran dicho testimonio, más de uno y de una habrían acabado con las manos escaldadas o con muñones en las muñecas. Es muy típico por parte de los mandatarios, rasgarse las vestiduras ante cualquier imputación de “desvío de fondos” o error manifiesto en el desempeño de sus funciones, por parte de alguno de sus correligionarios. Subordinados o superiores. Inmediatamente dicen la frasecita de marras: “Pongo las manos en el fuego por…”. Posteriormente, cuando se hace patente la culpabilidad del “sujeto”… si te he visto, no me acuerdo. “Quise decir”, “me precipité”, etc., etc. La hemeroteca esta llena de actos de este tipo. A mí, personalmente, me mosquea cuando aparecen estos adalides de la adhesión inquebrantable, que desaparecen por el foro apenas surge la realidad. La historia nos habla de un soldado romano, Cayo Mucio, que se dejó quemar la mano derecha para demostrar su amor por Roma. Eso lo hacían los romanos, que estaban un poco pirados. En la Edad Media sometían a esta prueba a las primeras de cambio. En la actualidad, cuando pintan bastos, se sale del paso diciendo que esto es “una forma de hablar”. Mi consejo de “segmentista de plata” es que les huela a chamusquina cada vez que alguien pone las manos en el fuego por alguien. Siempre hay un “chivato” que demuestra que “hay una pequeña distracción” de fondos o de vergüenza.
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